Nº 51 de abril de 2006
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En este número:
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A 90 años de la apertura de la sala teatral
El Teatro Boedo
No es necesario subirse a nada para otear el horizonte. Las quintas se siguen dando el lujo de cortar balbuceantes trazados urbanos. Por Mario Bellocchio
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Inauguración de la Plaza Boris Spivacow
Una tardecita con Boris
Una tardecita de otoño recién inaugurado, el fantasma de Boris Spivacow anduvo por la esquina de Austria y Las Heras. Por Oscar González
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Callejeando historia
Agustín Bardi, el tango y Mozart.
Por Diego Ruiz
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Testigo de papel
Las crónicas de Roberto Arlt.
En este mes en que se cumplen 106 años del natalicio de Roberto Arlt, lo recordamos reproduciendo una página del diario "El Mundo" del lunes 29 de diciembre de 1930. El hombre de la ventanilla
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El adiós a Rubén Barbieri
Rubén Barbieri, excepcional instrumentista argentino que el 17 de marzo pasado, imprevistamente, cesó de entregarnos su talento. Por Mario Valdéz
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Construir el pasado
La cándida preceptiva escolar de los libros de lectura nos instó a "forjarnos" el porvenir como si el futuro precisara de fraguas, fuego y golpes de martillo. Por Mónica López Ocón
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Rescate
Puente sobre el abismo (fragmento)
Julio Llamazares nació en León, España, en 1955
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El panqueque cósmico
El Buenos Aires del siglo XX tuvo sus ya legendarias "Lecherías" que prácticamente desaparecieron con el siglo. Por Otto Carlos Miller
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Gavilán pollero (no cualquiera)
Hay destinos y destinos, y como siempre nada fácil parece ser el camino de cada destino. Por Edgardo Lois
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Testamento
Un poema de Margarita Durán
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Queremos decirles que...
Queremos decirles que...
El vivo y el zonzo
Los porteños podemos disfrutar del culto al pícaro que supimos construir. Por Mario Bellocchio
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A 90 años de la apertura de la sala teatral
El Teatro Boedo
No es necesario subirse a nada para otear el horizonte. Las quintas se siguen dando el lujo de cortar balbuceantes trazados urbanos. Los baldíos abren los brazos a los circos trashumantes. Y las trajinadas lonas se establecen por largo tiempo, sin renunciar a su nomadismo. El Circo Anselmi, el Politeama Doria, el de Sanguinetti dirigido por don Rafael Comunale(1), tiran sus temporarias anclas en Boedo. Tal vez podría considerarse que son las primeras reuniones asiduas y masivas de público convocado como espectador, en el ámbito barrial. Al Sanguinetti cabría asignarle, en ese contexto, los mayores antecedentes como mentor del “circo criollo”, precursor de nuestro teatro.
Los circos siempre fueron de distintas familias, los Crespi, los Anselmi. Ellos hicieron un trabajo muy fuerte. Muchos espectadores del interior conocieron el teatro a través de ellos. Pero la crítica nacional no los reconocía. Es así que a fines de siglo tuvieron que separarse. Pepe y Gerónimo Podestá, por ejemplo, se van cada uno a un teatro y generan las primeras compañías nacionales. Ellos se habían convertido en actores interpretando las piezas más significativas del drama gauchesco. A partir de este momento comienza la verdadera afirmación de nuestra escena y de ahí pasamos a lo que podríamos denominar la década de oro del teatro argentino, un período que va de 1902 a 1910(2).
Esta bullente y promisoria actividad de los tablados hace cambiar de propósitos al catalán Cullen. Don Jaime, cuya actividad como mayorista aceitero le había generado considerables beneficios, decide tornar su inversión inmobiliaria hacia una sala teatral. Boedo necesita un teatro y yo se lo voy a dar, cuentan que dijo en rueda de amigos. Y no se va en promesas. Su casa de inquilinato de Boedo 949(3) se convierte en escombros a fuerza de picos. Y comienza a alzarse el Teatro Boedo.
La sala, dadas sus dimensiones(4), no ofrece alternativas, por lo que el escenario y las butacas deben necesariamente ubicarse “a la italiana”, es decir, un conglomerado oblongo de asientos dispuestos frente al escenario rectangular que sólo permite ser observado lateralmente por los privilegiados palcos avant scene. Los extractores y el techo corredizo agregan detalles de confort que los programas se encargan de promocionar.
No son muy promisorios los comienzos: la guerra afecta todo, directa o indirectamente. Lo cierto es que las primeras funciones, en 1916, tienen como centro las proyecciones de cine mudo con el acompañamiento de algún “número vivo”, remoto antecedente de las verdaderas puestas teatrales que iban a producirse, recién, dos años más tarde, el 21 de julio de 1918, con la compañía ArataBrieva presentando la obra “El tío soltero” de Ricardo Hicken.
A partir de 1922 cobra protagonismo la presencia de un personaje paradigmático de Boedo: un actor dotado externa e internamente con una personalidad seductora, de fuertes convicciones. Pedro Zanetta “es” para Boedo y Boedo para él. [...] El alma de Zanetta se había quedado prendida para siempre a aquel rincón porteño[...] La labor cultural que desarrolló en el teatro “Boedo” y en los diversos ambientes de este barrio en que siempre actuó, fue de un valor incalculable. Ponía en escena, con dignidad y con amor, lo mejor del repertorio nacional y extranjero. Tenía predilección por los papeles recios y por el teatro llamado de tesis, o el que trata de avivar en el público los sentimientos de rebeldía ante el orden jurídico y social imperante. [...] Porque Zanetta había permanecido fiel hasta su muerte a los ideales de Kropotkin y de Reclus. Su anarquismo no era mera postura, sino convicción sincera [...] Estaba siempre lleno de iniciativas que, en el fondo, no perseguían otra finalidad que elevar el nivel cultural de la masa(5). El romance con el Teatro Boedo dura hasta que a su propietario, don Jaime Cullen, se le ocurre escribir un disparate disfrazado de obra teatral y pretende que Zanetta lo ponga en escena. La contundente negativa determina la finalización de su relación con la sala.
En julio de 1932 José González Castillo encabeza la fundación de la Peña Pacha Camac. Para diciembre, la peña aún no contaba con un espacio de las dimensiones necesarias para el festejo inaugural, y el Teatro Boedo es la opción. Un par de obras teatrales, un monólogo de Pepe Arias y un concierto de guitarras integran la cálida celebración. A la salida, seguramente, Falucho les repartió la “Sexta”. El mote distingue al elegante canillita –de permanente parada en la puerta del teatro– que tenía la extravagante costumbre de invitar a alguno de sus clientes con un café en El Aeroplano, bar de la esquina de San Juan y Boedo(6) que sucede a la sastrería Los dos petizos a partir de 1927. Jesús Seoane, quien ya tenía reinstalada su sastrería en Boedo y Humberto I, es, desde 1936, el nuevo propietario del Teatro Boedo.
La historia de la sala parece signada por la presencia de los voceadores de periódicos. Esta vez con mayor fuste que Falucho. Porque Alfredo Lamacchia –el nuevo arrendatario del teatro junto a Ramón Otegui– es un “ex canilla” devenido próspero distribuidor de periódicos de la zona.
La década del 30 finaliza con un desfile de verdaderos sucesos y protagonistas: Muiño-Alippi con “Lo que le pasó a Reinoso”, de Vacarezza; Olinda Bozán en “Un cuento del tío”; Luis Arata con “Los chicos crecen”; Blanca Podestá-Mario Danessi haciendo “El barro humano”; Lola Membrives, nada menos que “doña Lola”, y “La malquerida” de Benavente; son sólo algunos nombres, títulos y autores de una larga lista que incluye a José Olarra, Fernando Ochoa, Camila Quiroga, Enrique García Satur, Pedro Tocci, Tino Tori, Eva Franco, María Esther Gamas, Carmen Amaya, Imperio Argentina, Francisco Canaro con Mariano Mores, Azucena Maizani, Mercedes Simone, Roberto Firpo, Mecha Ortiz..., entre otros. Y un récord de permanencia en cartel: Leonor Rinaldi-Francisco Charmiello con sus 750 representaciones de “No hay suegra como la mía”.
De 1940 al 46 la compañía de los Podestá –encabezada por Pablo y dirigida por Antonio– brinda un selecto repertorio teatral que cuenta con el complemento de la presentación del cantor Ignacio Corsini.
Cuando en su temporada 1941 Leopoldo y Tomás Simari ponen en escena “Llegan parientes de España”, no pueden imaginar que su atractiva damita joven iba a tener otro rol en la historia. La promisoria actriz se llamaba... Eva Duarte.
Durante 1942 y 43 un suceso de taquilla, “Canuto Cañete, conscripto del 7”, anda por las 559 representaciones. Repentinamente, un par de días después de la revolución del 43, el 6 de junio de ese año, llega la clausura de la sala aduciendo que se ridiculizaba a la institución castrense. Poco importó que se utilizara el vestuario francés que respondía al origen de la pieza.
En 1946 el celebrado y famoso Jorge Negrete engalana la sala de Boedo que prontamente se da el lujo de recibir, invitada por Pierina Dealessi –estando en cartel su obra “La Madre María”–, a la esposa del presidente Perón. Evita, seguramente, habrá recordado el paso por ese escenario unos pocos años atrás.
A fines del 46, el cambio de arrendatarios da un vuelco a la sala para convertirla en cinematógrafo. Sólo los miércoles conservan un atisbo de uso escénico con las compañías radioteatrales de suceso: Audón López, Adalberto Campos, Susy Kent, Jorge Salcedo, Celia Juárez, Nydia y Lidia Reinal... A poco, no queda ni eso.
En 1953 se produce un movimiento que pretende devolver a la sala su antiguo esplendor teatral. Yo no vacilaría un instante en rechazar cualquier contrato que me fuera ofrecido, por ventajoso que él pudiera ser, por parte de alguna empresa de sala céntrica, con tal que se me brindara la oportunidad de poder contar con el, por ahora, desaparecido teatro Boedo, dice don Pedro Tocci en una multitudinaria reunión de rescate producida en el cine Nilo. La movida tiene su efecto: Lamacchia retoma el control por dos años. El arrendamiento de la sala al municipio, ante la construcción del Teatro San Martín, favorece al nuevo intento.
La obra de González Castillo “La mala reputación”, Alfredo Barbieri y Don Pelele con “El Follies llegó a Boedo”, Pepita Muñoz-Ubaldo Martínez y “De la chacra al palacete, bien casada y con billetes”, “¡Qué luna de miel, mamita!” –a beneficio de la campaña contra la poliomielitis–, el reestreno del vodevil “Canuto Cañete, conscripto del 7” –que suma 200 nuevas representaciones a su éxito anterior–, son algunos de los títulos de la época. Ponen en evidencia un giro “hacia la taquilla y la comedia liviana”, que culmina a fines de 1958 con Tincho Zabala-Marianito Bauzá en “Dos señores atorrantes”. Es el final. Sólo unas funciones en el Carnaval del 59 determinan un grotesco retorno: el viejo teatro nacido del circo criollo cierra definitivamente su telón con payasos, murgas y malabares. El 21 de julio de 1959(7) –exactamente a 41 años de la primera función– retorna la piqueta al espacio que la visión de Jaime Cullen “enarboló” sobre los cimientos de su demolido inquilinato.
Mario Bellocchio
(1) Politeama Doria en Boedo 1053 (hoy “Hiper Rodó”), el Circo Anselmi en Boedo 777 (hoy supermercado “Coto”) y el de Sanguinetti en la calle Maza cerca de Independencia.
(2) Revista “La Maga”, reportaje a Luis Ordaz, 1994.
(3) Actualmente “Farmacity”.
(4) Las dimensiones de la sala en sí eran de unos 15 metros por 35, que albergaban alrededor de 700 localidades distribuidas en plateas, palcos y una pequeña pullman de 67 butacas.
(5) Silvestre Otazú, Boedo también tiene su historia, Papeles de Boedo, 2002.
(6) Hoy Esquina Homero Manzi.
(7) Los datos sobre compañías, fechas y funciones provienen del exhaustivo trabajo que Carlos Kapusta realizó para el Primer Congreso de Historia del Barrio de Boedo organizado por la Junta de Estudios Históricos barrial en el año 1996.
*Otras obras consultadas: Soncini, Alfredo L., El barrio de Boedo, Bs. As, 1964. Del Pino, Diego A., Ayer y hoy de Boedo, Bs. As., 1986.
Inauguración de la Plaza Boris Spivacow
Una tardecita con Boris
Una tardecita de otoño recién inaugurado, el fantasma de Boris Spivacow anduvo por la esquina de Austria y Las Heras.
Persistente fantasma que sigue convocando voluntades como lo hiciera en su paso por la vida –y como a Boris no se le podía /puede decir que no– allí estaban familiares, compañeros, amigos, colegas, autores, ciudadanos agradecidos, inaugurando una plaza con su nombre en terrenos de la Biblioteca Nacional.
Los nombres de calles y plazas, aunque la urgencia y ajetreo cotidiano lo disimulen, instalan en la memoria colectiva hechos o personajes constitutivos de la historia de un país, con el fin de ofrecer a las próximas generaciones modelos para armar. Por ello, resulta meritoria la iniciativa de la Biblioteca Nacional y la Cámara Argentina del Libro, de reivindicar a un editor.
Boris, gerente de EUDEBA y fundador del CEAL, dos editoriales emblemáticas en la cultura nacional, enfrentó y derrotó con su enorme talento, su fe inclaudicable en el libro y su coraje civil, los desafíos que se le plantearon. Desde lograr que EUDEBA se autofinanciara, con tiradas impensables hoy y con sus carritos en la vía pública, hasta la fundación del CEAL, sus memorables colecciones y la quema de un millón y medio de ejemplares por la dictadura militar.
La plaza, atorada de público y buenas ondas, se mostraba radiante. Frente a la Carpa levantada en una elevación del terreno, destinada a exhibir la muestra, se instaló un micrófono para dilatar la emoción de quienes lo evocaron.
Abrió el acto Delia Maunás, autora del libro con reportajes que le hiciera meses antes de su muerte, presentando a Horacio González. El actual director de la Biblioteca Nacional, destacó que “la plaza fue puesta en condiciones por los empleados de la Biblioteca, quienes realizaron los trabajos de jardinería, y se puso una carpa para exponer los libros del CEAL que nos hicieron mejores lectores y que iniciaron en la escritura a muchos autores relevantes de la Argentina”.
A continuación, Hugo Levin, presidente de la Cámara Argentina del Libro, dijo que “el compromiso de Boris con el libro era total y, desde ese punto de vista, no hay lugar en la ciudad de Buenos Aires que le quede mejor a Boris que esta plaza pegada a la Biblioteca Nacional”. Acto seguido se invitó a sus hijos Miguel, Silvia e Irene y a sus nietos Diego, Ana, Lucila y Martín a descubrir la placa recordatoria con la leyenda “Al gran editor argentino Boris Spivacow Cámara Argentina del Libro 24 de marzo de 2006”.
Luego, el secretario de Cultura de la Nación José Nun, destacó que “Boris Spivacow simboliza esa inmigración que hizo de la Argentina su país y luchó fuertemente por el desarrollo de la cultura nacional. Una inmigración que sin renunciar a sus orígenes se integró sanamente y gracias a la cual debemos buena parte de lo que el país es hoy en día”, y cerró afirmando que “la inauguración de esta plaza se inscribe en la exhortación de que el Nunca Más no es sólo para el presente. Nos obliga a construir un futuro de ciudadanos activos como Boris Spivacow, nos obliga a dar testimonio para ayudar a que las generaciones futuras no vuelvan a vivir el horror que vivió nuestro país”.
La lectura de una carta de Beatriz Sarlo, ausente por estar de viaje, inició el desfile de sus amigos y colaboradores. Rolando García, ex decano de Ciencias Exactas, compañero y amigo, recordó la designación de Boris al frente de EUDEBA, propuesta por otro gigante, Arnaldo Orfila Reynal, y continuaron con emotivas evocaciones: Aníbal Ford, Graciela Montes y Jorge Laforgue, directores de aquellas colecciones que perduran en la memoria de los argentinos.
La tardecita se iba a barajas. Mientras los asistentes visitábamos la muestra “Capítulo”, que se prolongará hasta el 4 de abril, el fantasma de Boris colgó un enorme pasacalles con aquel lema de EUDEBA, el mejor que haya salido de una editorial argentina: “Libros para ser libres”.
Oscar González
Callejeando historia
Agustín Bardi, el tango y Mozart
En alguna ocasión Callejeando llamó a Eduardo Arolas el Juan Sebastián Bach del tango aclarando que, en realidad, no era idea propia pues se basaba en un tema llamado precisamente Juan Sebastián Arolas con el cual el discutido rengo Astor Piazzolla quiso expresar la deuda de este género musical con el bandoneonista, aludiendo a la que mantiene la música occidental con Bach. Y si bien no somos tan desmesurados como para comparar a Agustín Bardi con el genial salzburgués, para ser consecuentes deberíamos decir que si para el tango Arolas es Bach, Bardi es Mozart; por su riqueza de ideas musicales, por su gran producción y, en mayor medida, por su permanente vigencia. Desde el momento en que sus tangos pudieron interpretarse con la complejidad armónica, rítmica y melódica que los caracterizan –o sea desde el sexteto de Julio De Caro–, no hubo grupo u orquesta que no los incluyera en su repertorio y no creemos casualidad que el primer disco grabado por la orquesta de Aníbal Troilo, el 7 de marzo de 1938, incluyera Tinta verde en una de sus caras –completada por Comme il faut, de Arolas, en la otra faz– y que cinco años más tarde, en julio de 1943, Osvaldo Pugliese hiciese lo propio con El rodeo. Sumemos a esto su condición de adelantado a su época pues, como bien advirtió Roberto Selles, Gallo ciego prefiguró con cuarenta años de anticipación al movimiento de vanguardia con una estructura melódica y rítmica que continuarían Pugliese con La yumba, Salgán y A fuego lento o Piazzolla en Lo que vendrá.
Lo cierto es que Bardi había nacido en la bonaerense Las Flores el 13 de agosto de 1884, a los seis años fue enviado a casa de unos parientes en Barracas para cursar la escuela primaria y otro pariente le dio las primeras lecciones de guitarra con provecho, pues a los ocho años lo encontramos rasgueando la viola en la murga Los artesanos de Barracas donde ganó su primer apodo, Mascotita, que luego se transformaría en el Chino. Sin embargo, sus comienzos profesionales fueron como violinista y en La Boca en 1908, en un trío que completaban Domingo Benigno en flauta y el Negro Ravigna en guitarra de nueve cuerdas, pasando luego al trío del Tano Genaro Espósito –que después de 1921 se haría famoso en el cabaret El Garrón de París– que actuaba en el café La Marina de Suárez y Necochea, integrado por el Tuerto José Camarano en guitarra y el propio Espósito al bandoneón. Según Selles, fue precisamente Espósito quien advirtió la facilidad de Bardi con el piano y lo empujó a estudiar su ejecución y con este instrumento, tras un breve paso por el cuarteto de Carlos Hernani Macchi, fue llamado por Vicente Greco para integrar su sexteto que se completaba con Juan Abbate y Francisco Canaro en violines, Vicente Pecce en flauta, el propio Greco y Juan Lorenzo Labissier en bandoneones. Este conjunto –el primero en denominarse Orquesta Típica Criolla– actuaba en el café El Estribo de Entre Ríos 769/71, viejo reducto de payadores como Ambrosio Ríos, Federico Curlando, Ramón Vieytes, Luis García y el propio José Betinotti, donde también actuarían en esa segunda década del siglo Prudencio Aragón, Eduardo Arolas, Francisco Canaro y el dúo GardelRazzano. Seguramente Bardi estableció sólidos lazos de afecto con sus compañeros pues su primer tango, Vicentito –llevado al pentagrama por Hernani Macchi– estaba dedicado a Greco y uno de los más populares, Lorenzo, a Labissier.
Lamentablemente el piano no era adecuado para los primeros sistemas de grabación, por lo que Bardi fue reemplazado en las grabaciones de la Orquesta Típica Criolla por la guitarra de Domingo Greco y no han quedado, salvo algunos solos en rollos Pampa y Olimpo, grabaciones suyas. En 1914 lo encontramos en el café TVO de Suárez y Montes de Oca con su amigo Eduardo Arolas –que ese año saltaría a la consagración en el cabaret Montmartre– y el malogrado violinista Tito Roccatagliata –el de Elegante papirusa– y, más tarde, en una de las tantas orquestas de Francisco Canaro dejando de actuar en público en 1921. En realidad, podía hacerlo porque, al margen de su actividad musical, Bardi trabajaba en la empresa La Cargadora desde 1908 –habiendo sido en su juventud aprendiz de telegrafista en el Ferrocarril del Sud– y en ella se jubiló en 1935 como gerente, doble empleo que no era raro en aquellos tiempos en que la profesión de músico no estaba jerarquizada, a lo que Bardi contribuyó desde SADAIC, de la que fue fundador y miembro de varias comisiones directivas hasta su muerte ocurrida precisamente al regresar a su casa, en Bernal, de una reunión en la Sociedad el 21 de abril de 1941.
Bardi fue –como muchos en su tiempo– un autodidacta que ya grande y con éxitos en su haber deseó perfeccionarse, estudiando armonía, contrapunto y técnica pianística con el padre José Spadavecchia con excelentes resultados pues, unidos a su natural genio musical, le permitieron dejarnos una obra de más de cien titulos entre tangos, milongas y valses. Como decíamos al principio, todos han interpretado alguno de sus temas –se ha dicho que es el compositor favorito de los músicos–, desde D’Arienzo a Piazzolla y los modernos conjuntos de vanguardia pasando por Di Sarli, Fresedo, Alfredo Gobbi, Pugliese, Troilo, Salgán, etc. Y en todos ellos, cada cual con su sonoridad y estilo particular, Bardi suena bien, suena a Bardi, suena a tango y suena actual. A Bardi, como a Mozart, es imposible arruinarlo, como ha pasado con otros grandes compositores en versiones lamentables, y le debemos, entre otros temas, Gallo ciego, La racha, Chuzas, CTV, Independiente Club, Se han sentado las carretas, El baquiano, La guiñada, etc., y en el terreno del tangocanción es imposible olvidar bellísimas páginas como Madre hay una sola, No me escribas, Nunca tuvo novio, La última cita o Tiernamente, con versos de José de la Vega, Juan Andrés Caruso, Enrique Cadícamo, Francisco García Jiménez y Mario Battistella, respectivamente.
Osvaldo Pugliese le dedicó una sentida y bella despedida, ¡Adiós, Bardi!, y Horacio Salgán le dedicó dos tangos, A don Agustín Bardi y, en colaboración con Ubaldo De Lío, Aquellos tangos camperos, título que alude a la particularidad de que en sus obras casi siempre incluía un tema o subtema de corte folclórico, como la vidalita que constituye la tercera parte de ¡Qué noche! y que, como se ha visto, los títulos de los mismos suelen tener reminiscencias pampeanas, seguramente por el recuerdo de su primera infancia en el entonces campo bonaerense.
A sesenta y cinco años de su muerte lo recuerda una calle humilde pero bien ubicada simbólicamente en Barracas, su primer barrio porteño, que corre entre Osvaldo Cruz y San Ricardo paralela a la vieja estación Hipólito Yrigoyen, donde hoy se yergue un Centro Cultural del Gobierno de la Ciudad. Y con respecto a Wolfgang Amadeus Mozart –sobre el que alguien dijo que Mozart es el modo que utiliza Dios para que todos los demás nos sintamos insignificantes–, también tiene su calle en Villa Luro, corriendo desde Rivadavia hacia el sur, hasta Saraza, entre Moreto y White... Pero esa es otro callejeo que prometemos a la brevedad.
Diego Ruiz
Testigo de papel
Las crónicas de Roberto Arlt
En este mes en que se cumplen 106 años del natalicio de Roberto Arlt, lo recordamos reproduciendo una página del diario “El Mundo” del lunes 29 de diciembre de 1930. Sus crónicas aún no se titulaban “Aguafuertes porteñas” y se publicaban bajo una viñeta que reproducía el nombre del autor en grandes caracteres. Ciertos personajes han mutado, pero siguen vigentes con la permanencia que les da el genio retratista de Arlt.
El hombre de la ventanilla
Seamos sinceros. ¿Cuál de nosotros no aspira a ser “el hombre de la ventanilla”, en estos días de calor rabioso?
En cuanto uno sube al tranvía ¡paff!, lo primero que hace es campanear un asiento vacío. No importa que más allá, en otro asiento, venga sentada una pebeta de flor, truco y quiero. ¡Están los tiempos como para pebetas! Lo que uno quiere es un poco de fresca viruta; estirar las dos, que en algunos son cuatro, contra el contramarco y dejar que el viento le entre por el cogote hasta el fuselaje del pecho, hecho filtro a causa de la temperatura.
Cuando ganan de mano...
¡Y qué bronca le da a uno cuando le ganan suavemente de mano! ¿Vio Vd.? Es lo que decía San Peludo: “No hay que dejarse ganar la calle”.
Que interpreten los augures y los Sturlas del régimen. Bueno. ¡Qué rabia le da a uno cuando le ganan el pasillo y siempre de buena manera, lo dejan para dentro con una especie de refalada que da otro con más trening en el laburo de la ventanilla! ¡Qué hay tigres en eso de tomar el fresco! Tipos que relojean todo un trayecto de diez kilómetros a la ventanilla, y en cuanto el pasajero hizo gesto de levantarse, ellos, como gatos al bofe, se escurren y si el hombre no tenía ganas de levantarse, lo hace como sorprendido por el “savoir faire” de ese ciudadano que lo invita a dejar la “fenestra” y que se ubica, mano a mano, con la calle y el “venticello” que pasa. ¿Diga si no es cierto? En el tranvía, en el ómnibus, en el tren, ¡maldito sea!, nunca falta el pasajero pierna, fugaz, escurridizo, que con un apremiante “con su permiso” le pide paso. Vd. cree que es para piantar y el otro se instala bonitamente del lado de la rúa o de los alambrados, mientras que Vd. queda para mosquetear cómo el congénere cierra los ojos y se deja adormilar por el vientecito que entra y que se lo traga él solo.
A la mañana esto no tiene importancia; al fin y al cabo por la matina todo ciudadano está semiembrutecido por la fiaca y el sueño; pero a la tarde, cuando Vd. trae la ropa interior como franela de fomento, no hay cosa que más fastidio le produzca que le ganen de mano y permanecer allí en la fementida orilla del asiento, recibiendo en la buseca y en el hombro los codazos del guarda, del inspector, de la señora gorda que le pide el asiento indirectamente cayéndosele encima a cada minuto, o del nene que babea, desde las espaldas del padre sobre su cogote.
No hay rasposo que pase (y aquí se me ocurre una mala palabra) que no le encaje un pechazo por ser pasajero de orilla. Incluso, Vd. tiene el deber de levantarse si entra una mamá cargada de infantes, porque Vd. es mano y al mano le corresponde ser galante y amigo de la ciudad.
El del lado de la ventanilla (y el del lado de la ventanilla me sugiere una palabrota) goza. Para él, todo es placer. Con las guampas estiradas, si sube una señora cargada de purretes, se hace el gil; mira de contramano y como mirando para la calle no puede ver adentro, es el menos obligado. Y, dése cuenta, hasta es cierta esta otra verdad:
Siempre que sube el inspector, el del lado de la calle duerme. Vd. lo vio y pela el boleto. Se apronta para cumplir con los rigores de la ley. El reo del otro lado, apoliya. Traga aire fresco. El inspector se detiene cabrero :
–Boleto, señor; señor, boleto.
El señor, que es tan señor como Vd. y yo, abre por fin un párpado, da beligerancia, se entera de que lo hablan y le requieren el comprobante de que ha formado diez guitas; y entonces, removiendo las piernas, metiendo desaforadamente las manos en el bolsillo, busca el “intransferible”.
Vd. se indigna gratuitamente contra el poltrón de la ventanilla. No tan gratuitamente, porque, al fin y al cabo, el inspector que es tripudo, le arrima la panza a la nariz, Vd. por ser ladero, tiene que aguantar los hedores de un chaleco milenario. Por fin el turro descubre su boleto emboscado en las entretelas del saco y, en seguida, cierra el ojo conjuntivítico y torna a roncar.
La desgracia se soportaría si bajara rápido; pero siempre resulta que este canalla tiene para veinte kilómetros de viaje. Ley fatal e inexorable. Todos los cosos que se ubican del lado de la ventanilla, es en el conocimiento de que tienen para un rato largo.
De hecho se acomodan. Abren las gambas. Colocan las guampas. Superiores e inferiores. Y como muchos no se bañan, aprovechan esta hora de viaje para orear el sudor, de manera que llegan a la casa secos de humedad, porque la ventilación ferrocarrilera, de ómnibus o bondi, obra el doble milagro de higienizarlos y refrescarlos a su manera, que es una de las tantas maneras de bañarse. Al fin y al cabo, el procedimiento mencionado se denomina científicamente “baño de viento o aire”.
En cambio, cuando Vd. quisiera ser ladero, es decir, cuando del lado de la ventanilla viene una pebeta posta y Vd. va a sentarse, la dama, con una gentileza que asombra, se corre y le deja el lado de afuera para Vd. Esta es la única circunstancia en la que Vd., sin querer tomar fresco, lo tiene que tomar, cuando por el contrario, vendría bien dichoso y contento de estar a un costado, arrullado dulcemente por los vaivenes del coche.
Hay, sin embargo, un remedio para evitar que los atropelladores monopolicen el asiento de la ventanilla, ya que la fresca viruta es regalo que Tata Dios nos envía a todos por igual. Y ese remedio consistiría en rifar las ventanillas en provecho de alguna obra de beneficencia, como la casa en Mar del Plata, el chalet del Balneario o los automóviles.
(Diario “El Mundo”, lunes 29 de diciembre de 1930)
El adiós a Rubén Barbieri
Johnny Mandel, que acaba de obtener el Oscar a la mejor canción original por “La sombra de tu sonrisa” (1965), realiza una gira por nuestro país. En el concierto, la interpretación del tema laureado, recibe una ovación. Mandel llama al solista de trompeta al proscenio para participar del saludo, rindiendo homenaje, él también, a Rubén Barbieri(1), excepcional instrumentista argentino que el 17 de marzo pasado, imprevistamente, cesó de entregarnos su talento.
Habían transcurrido algo más de 77 años de su nacimiento, en Rosario de Santa Fe, el 12 de diciembre de 1928, cuando llegó a alegrar el hogar de Vicente Antonio Barbieri y Adalcinda Rosa Gimello.
Todavía, obviamente, no podía suponerse que llegaría a ser el arreglador, director, compositor y referente obligado del jazz argentino que luego se conjugaría en este gran instrumentista.
Cuatro años más tarde la familia recibiría a su hermano, el saxofonista Leandro José, mundialmente conocido como el “Gato” Barbieri(2), y en la década siguiente a Raquel(3), luego prestigiosa pianista. Ellos, su hermano de crianza, el compositor y cantante Juan José Gimello(4) –primera voz de “Pomada”– y su compañera espiritual de toda la vida, la periodista Felisa Pinto, sobreviven al talentoso músico.
Rubén había iniciado sus estudios musicales en la escuela rosarina “Infancia Desvalida”, bajo la dirección del maestro y compositor Alfredo Serafino, quien antes de pasarlo a la trompeta lo hizo estudiar durante un año el genis, instrumento con la tonalidad y digitación de la trompeta –pero de acompañamiento– y que, al igual que el bombardino, se emplea para tocar el contracanto. Los maestros Conti y Salvador Isidoro Ladaga –contrabajista de la Orquesta Sinfónica Nacional–, quien lo pulió en el arte del solfeo, fueron sus guías en aquellos estudios iniciales.
En plena adolescencia tocó con Adolfo de los Santos, orquesta rosarina profesional donde tuvo por compañeros a los trompetistas Tomás Lepere y Rafael Morelli. Con esa formación lo oyó tocar en Resistencia, Chaco, René Cóspito, quien al tiempo lo convocó para actuar con él en Buenos Aires como primera trompeta, luego de lo cual integró orquestas como la del saxofonista José Carlos Castro “Castrito”, la de Roberto Cesari y “Los Estudiantes”, conjunto que dejó estando en Chile.
Luego de su paso por Perú, en Colombia estuvo con Xavier Cugat y Abe Lane. Actuó con “HamiltonVarela”, formación de Ken Hamilton (Bernardo Noriega) y Dante Varela. Fue convocado por el gran uruguayo Luis Rolero (José Anselmo Rolero) y su esposa la cantante Helen Jackson (Minerva Sánchez). Estuvo con Kiko Caraza. Junto a su hermano actuó en la orquesta de Lalo Schifrin, época en que las encuestas lo ubicaron como solista favorito. Convocado por el clarinetista Luis Horacio “Chivo” Borraro, integró la Orquesta All Stars, del Bop Club Argentino. Junto a su hermano Leandro (“Gato”), Chico Novarro (Bernardo Mitnik) y Santiago Giacobbe fundó la agrupación “Nuevo Jazz”, de actuación en el Instituto de Arte Moderno y en el Teatro Fray Mocho. Con el guitarrista Rodolfo Carlos Alchourrón, el contrabajista “Negro” González y el baterista Norberto Minichillo conformó en los años 60 un cuarteto con una calidad hoy añorada. Formó parte de “La Banda Elástica”. Hizo la música de la película “El perseguidor”, de Osías Wilensky. En sus últimos años se presentó en el Café Mozart y en el Paseo La Plaza, con Facundo Bergalli en guitarra, Adalberto Cevasco en bajo y Minichillo en el ritmo. En 2001 y 2002 tocó a dúo con el guitarrista Amado Alonso en memorables conciertos auspiciados por la Fundación Konex.
Litto Nebbia rescató presentaciones radiales suyas de los años 60, y las editó en CD como “Rubén Barbieri radio auditions & El perseguidor”. Gremialista y periodista, en el campo societario se destacó su actuación en distintos períodos como presidente del SADEM (Sindicato Argentino de Músicos), gremio en el cual junto a quien esto reseña fue uno de los fundadores del Movimiento “Pro Unidad”, cuyo órgano de prensa fuera “El Metrónomo” (el tempo en músicos).
Rubén Barbieri no jugó al arte por el arte. Por lo contrario: desde el arte apostó a la vida, y en esa apuesta jugó todas sus fuerzas a lo nuevo. El tango no le era ajeno. Nos hizo conocer el aporte a este género musical proveniente de las formaciones de viento de la década del 20, y en ese sentido dio a conocer públicamente su observación sobre la afinidad en el concepto de orquesta de baile de dos grandes como lo fueron Osvaldo Pugliese y Count Basie. Fue impulsor de “Legistango” –ciclo que tengo el honor de dirigir–, presentado en la Legislatura porteña por el diputado Miguel Talento.
Compartió pláticas de análisis y mesas de camaradería con los integrantes de la agrupación “Baires Popular”, a la cual apoyó entusiastamente, hasta que, repentinamente, este grande de la música nos dejó con un final... fuera de programa.
Mario Valdéz
Construir el pasado
La cándida preceptiva escolar de los libros de lectura nos instó a “forjarnos” el porvenir como si el futuro precisara de fraguas, fuego y golpes de martillo. También nos impulsó a “construir” el mañana en la creencia ingenua de que es posible proteger la endeble adultez con muros infranqueables y apuntalar los desengaños con recursos de albañil.
Nadie nos alertó, en cambio, sobre la forma sutil en que se construye el pasado, sobre la manera casi imperceptible en que todos, sin excepción, nos vemos impulsados a la tarea de decirnos quiénes fuimos, para saber quiénes somos. Nuestra identidad no es más que la historia que le contamos cada día al niño insomne que llevamos dentro y que exige, para poder cerrar los ojos, que le relatemos una y otra vez los mismos hechos, en el mismo orden, con la misma entonación, tal como nosotros se lo exigíamos a nuestros padres en la infancia.
A diferencia de la construcción del porvenir, siempre faraónica en la imaginación de los discursos políticos y los textos escolares, el pasado se construye con restos inservibles salvados misteriosamente del fuego del tiempo, apenas con pelusas de colores que perduran como señales luminosas en medio de la oscuridad insondable del ayer. El pasado se construye igual que se enhebran los collares baratos: con piedras falsas pero vistosas, con chafalonerías que tienen el brillo del oro.
Ante la pregunta “¿quién soy?” cualquiera podría contestarse que es un montón de cuentas de colores como las que usaban los conquistadores para engañar a los indios, un montón de minúsculas esferitas de vidrio que pomposamente llamamos “recuerdos”.
La primera cuenta de mi collar es la de los veranos en Azul, el pueblo de mi padre que mis hermanas y yo creíamos un milagro de la geografía, un lugar mítico creado con la exuberancia de la imaginación paterna. La segunda, el piso de pinotea de la casa azuleña que crujía a nuestro paso en el silencio de la siesta. La tercera, los aparadores oscuros, con alzada, uno de los cuales traje desde allí a mi casa de Buenos Aires, para paliar el desconsuelo de que las alegrías parezcan siempre un atributo del pasado. Luego vienen las piedras gastadas de las cosas que me contaron, los recuerdos de recuerdos que son la argamasa del ayer. Allí están los dos perros de la infancia de mi padre, Jack y Sofía, que de tarde en tarde aparecen por la orilla del arroyo buscando el rastro de lo que se perdió para siempre y alzan al mismo tiempo sus hocicos negros tratando de reconocer aromas lejanos. Les acaricio la cabeza en el recuerdo del recuerdo y veo a Sofía, con esa expresión tan humana de los perros, reclamando que le quiten a Jack el anzuelo que por accidente se clavó en la boca. Luego los miro alejarse con aquel tranquito cansino de pareja vieja que me contó mi padre que tenían.
Después vienen las piedras opacas, las de los desencuentros, las de las muertes que dejan agujeros de silencio, las de las cosas que no se dijeron y ya nunca serán dichas.
Siempre, inexorablemente, pasamos las cuentas de una en una, como si se tratara de un rosario.
El pasado es también un relato, el de nuestro origen mítico, el de nuestra modesta epopeya personal que no le importa a nadie, excepto a nosotros mismos. Es una novelita con las tapas destartaladas y las hojas descosidas que viene con nosotros de mudanza en mudanza.
Esta vez no es la excepción. Cargo con la historia de pelusas que construí pacientemente y la traigo a la casa de Parque Chas.
Como todo relato, también el de nuestro pasado tiene una ubicación espacial, una escenografía. No me reconozco todavía en estas paredes recién pintadas, ni en las ventanas ni en las puertas compradas en una demolición donde se adivinan pasados de otros. En las ventanas hay paisajes estancados que fueron el fondo de otras historias y por las puertas entran fantasmas de muertos ajenos que me miran sin reconocerme y se van llorando porque jamás formé parte de las vidas que tuvieron. “El desencuentro no se acaba nunca”, me digo, mientras comienzo a narrarme el presente para convertirlo en pasado.
Mónica López Ocón
Rescate
Puente sobre el abismo
Julio Llamazares nació en León, España, en 1955. Poeta (La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve). Su primera novela es Luna de lobos; luego la notable Lluvia amarilla y Escenas de cine mudo, de donde proviene el siguiente texto. Sus libros, de ayer y hoy, son figuritas difíciles de conseguir en Buenos Aires; otra de las bondades a las que nos tiene acostumbrados el mercado, que casi nunca sabe de contenidos.
A veces pienso si mi obsesión por el tiempo no estará provocada por mi carácter errante, del mismo modo que mi pasión viajera ha hecho nacer en mí una particular mirada del paisaje.
Cuando uno viaja en coche por una carretera, no ve pasar en dirección contraria coches idénticos al suyo, sino manchas de colores tan hermosas y veloces como efímeras. Como tampoco ve, como vería si fuera caminando, casas y árboles estáticos, sino fugaces formas geométricas o abstractas que se pierden a ambos lados de su vista a la misma velocidad con la que él pasa. De ese modo, la mirada del viajero se transforma y el parabrisas de su coche se convierte en la pantalla de un cine móvil por la que el paisaje pasa como si fuera la cinta de una película.
Lo mismo ocurre, seguramente, cuando uno va viajando sin pararse por la vida. Las referencias se alejan como los árboles a los costados del coche que va corriendo por la autopista y, sin que nos demos cuenta, la velocidad del tiempo se acelera y aumenta de manera paralela a la de nuestra propia vida. Pero un día nos paramos, como el viajero que se detiene a contemplar el paisaje al borde de la autopista, y entonces nos damos cuenta del trayecto que hemos hecho y de las cosas que hemos perdido y nos invade de golpe todo ese vértigo que, mientras nosotros también corríamos, no habíamos advertido: el vértigo del tiempo y del paisaje, que huyen.
Tal vez por eso, los viajeros y los hombres errabundos (quiero decir: los que andamos por la vida sin destino) compartimos la misma afición a asomarnos a los puentes y a las fotografías. Tanto unos como otras nos alzan sobre el vacío –el del paisaje o el del tiempo, pero el vacío–; pero, a la vez, nos permiten soportar el fuerte vértigo que nos envuelve al mirarlo y atravesar los abismos que separan las orillas que ellos unen. Es lo que me ocurre ahora con esta fotografía que, rota por la mitad y unida con pegamento (aquel pobre pegamento que se solidificaba en invierno y había que deshacerlo calentándolo a la lumbre), me devuelve la memoria de una época y de un puente y funde, por eso mismo, en su propia condición los dos abismos: el de los muchos años que me separan de ella y el del puente al que me asomo, mirando hacia la cámara, junto con varios amigos.
Hay puentes, como fotografías, que parecen haber sido construidos, más que para salvar un río, para incitar a su contemplación al hombre que se asoma a sus estribos. Otros, en cambio, como los de las vías férreas o los enormes viaductos que sobrevuelan los ríos y las grandes autopistas, parecen, por el contrario, haber sido imaginados para llenarlos de vértigo o condenarlos al suicidio. Personalmente prefiero los primeros, esos puentes de piedra solitarios y antiguos, como los de los canales de Amsterdam o los de los peregrinos, que permiten al viajero apoyarse en sus pretiles y hundirse plácidamente en la profundidad del agua y, por reflejo de ésta, en la de su propio espíritu. Para alguien como yo, de ánimo errante y cansino y amante de la soledad más que de la compañía, nada hay más placentero que apoyarse sobre un puente y dejar pasar las horas viendo pasar la corriente. En la contemplación del agua que fluye bajo las sombras o en la del pescador que lanza su caña y va y viene por la orilla uno siente una emoción que, contra lo que normalmente ocurre, es tanto más intensa y duradera cuanta menos consciencia exige.
El puente de La Salera, aunque de piedra y humilde, no era, sin embargo, de estos últimos. Alzado al final de Olleros para permitirle al tren atravesar el reguero que bajaba del hayedo, se alzaba sobre un barranco excavado en plena roca por el agua y por los corrimientos de tierra que provocaban en la montaña los continuos hundimientos de la mina. Desde él, según contaban, despeñaban en la guerra a los mineros (aunque, según decían también, algunos ya estaban muertos antes de llegar abajo) y desde él se tiró una noche aquella vieja borracha que vivía todavía en un cubil, la única en todo el pueblo, y que se pasaba el día gritando y hablando sola o rondando por el pueblo como un perro vagabundo. Pero, cuando se tomó esta fotografía, yo ignoraba todavía lo que era la locura –y de la guerra sólo tenía una noción muy difusa– y el puente de La Salera era uno de mis sitios preferidos. A él iba muchas tardes para ver pasar el tren o para correr delante de él jugándome la vida (sin pretil al que subirse, y con el precipicio al lado, no había hasta su final escapatoria posible) y para fumar los cigarros que le robaba a mi padre o fabricaba yo mismo con el tabaco de sus colillas. Y a él íbamos también cuando pasaron los años y nos hicimos mayores todos los que aparecemos en esta fotografía para admirar a escondidas y en secreto las pinups, las postales de mujeres, actrices normalmente (recuerdo todavía la de Ann Margret, la de Esther Williams, la de Kim Novak, la de Ava Gardner y, por encima de todas, la que a mí más me gustaba: la de una jovencísima Marilyn Monroe luciendo un pelo rubio como el centeno y un bañador tan rojo como sus labios), que nos traía Celino, un mendigo que pasaba cada poco por Olleros pidiendo de casa en casa y durmiendo en los portales, y que, al decir de la gente, pedía porque quería (según parece, Celino, que era de un pueblo cercano, era de buena familia), y para masturbarnos juntos al amparo de la bóveda del puente y bajo la turbación morbosa de aquellas fotografías.
Esa misma turbación, aunque de origen distinto, es la misma que ahora siento ante esta otra postal que el destino me devuelve para hacerme recordar aquellos días. En ella no hay actrices de miradas acuosas y cuerpos semidesnudos, sino cinco muchachos que me miran desde lo alto de un puente que a lo peor ya ni existe aunque en la fotografía siga anclado en el abismo. En el abismo siguen, ya para siempre inmóviles, los muchachos y el cielo y el tren que se alejaba echando humo hacia la mina. El abismo concentra las miradas de todos –las de quienes, desde fuera (el fotógrafo y yo), lo miramos y la de quienes lo contemplan desde arriba–; pero el abismo que ellos ven y el que yo veo ahora no es el mismo. El que ellos ven es el que salva el puente y el que en el puente encuentra justamente su sentido. El que yo veo ahora se abre entre ellos y yo y es tan profundo y oscuro que ni siquiera la mirada del fotógrafo que, sin saberlo, comenzó a abrirlo aquel día me sirve ya para poder cruzarlo sin que el vértigo del tiempo me llene de nostalgia y de melancolía.
Julio Llamazares
El panqueque cósmico
El Buenos Aires del siglo XX tuvo sus ya legendarias “Lecherías” que prácticamente desaparecieron con el siglo.
Se trataba de un ámbito aséptico, con mesas de mármol y blancos azulejos en las paredes. Lugar silencioso al que concurría un público heterogéneo aunque con el común denominador del consumo lácteo, y si bien no necesariamente abstemio, posiblemente no bebedor habitual de alcohol, y de recursos modestos dado lo económico de sus productos.
Algunos tangos, irónicamente hacen mención de las lecherías, entre ellos “Seguí mi consejo” de Eduardo Salvador Trongé y música de Salvador Merico: “No vayas a lecherías a piyar café con leche” (...).
La lechería era la otra cara porteña del bodegón o del almacén con despacho de bebidas alcohólicas, pero ambas convivían pacíficamente.
Además de la leche fría con vainillas y el clásico café con leche, había una gama de opciones gastronómicas: pebetes de queso o jamón y queso, jugos de frutas exprimidas, arroz con leche, cuajadas que luego cedieron el lugar al yogur, el infaltable Toddy, flan con crema o dulce de leche, copos de maíz...
Cuando todavía no existían los “Pumper Nick” que invadieron la década del 70 y luego los híbridos y plastificados “Mc Donald’s” y “Burger King”, una variante de las lecherías eran las tradicionales “martonas”, es decir “La Martona”.
Se trataba de lecherías con la particularidad del agregado del mostrador “herradura” que oficiaba de mesa colectiva, y por cuyo espacio interior, varios mozos se movían. Los clientes ocupaban banquitos altos y quedaban a la espera de que el azar designara el mozo que lo atendería.
Las martonas se diferenciaban del bar tradicional, donde cada mozo atiende un sector o una cantidad de mesas fijas.
A pesar de no poseer la magia del bar sin apuro del “Cafetín de Buenos Aires”, tenían un clima especial. No era un espacio para el diálogo. Quizá para concurrir sólo con algo de ritual silencioso por lo individual de los asientosbanquetas y la mesa mostrador compartida.
La leche extraída por bombeo de un tanque metálico llegaba al vaso con alguna burbuja que creaba la ilusión de un fresco ordeñe.
Otro código era el que regía cuando se solicitaba un huevo pasado por agua o dos y consistía en preguntar los minutos. Por ejemplo: “Huevo al agua, tres minutos” o “par al agua tres minutos y medio”. Generalmente no se respetaban los tiempos y lo conveniente, para no recibir el o los huevos crudos, era pedir cuatro o más minutos, cosa de asegurar una cocción de tres.
Pero una especialidad, casi exclusiva de las martonas, eran los panqueques con dulce de leche, miel o crema. Eran diferentes de los caseros. Estos finitos y flexibles, muy cercanos a la masa de un canelón. Aquellos, gruesos y ligeramente esponjosos.
Años más tarde aparecieron en algunos bares llamados “americanos” y como novedad llegada del exterior, un tipo de panqueques similares a los de la martona. Se los llamó lo que fonéticamente se pronuncia “bafle”. Luego, como todas las modas, se extinguieron.
Los de la martona permanecieron.
Parte de la magia de los panqueques martonenses lo constituía su elaboración bien a la vista.
Cuando se pedía un panqueque de dulce de leche, el mozo repetía “panqueque dulce” omitiendo “de leche”. Inmediatamente, quizá como señal recordatoria, ponía sobre la herraduramesa un tenedor, cuchillo y servilleta de papel. Después de la circulación por la barra continuando la atención, se dirigía hacia la trastienda del local, rumbo a la cocina y piletón de lavado. En este camino, a la entrada misma de esos lugares ocultos, se encontraba una plancha metálica con sus picos a gas permanentemente encendidos. A un costado estaba una olla grande que contenía la masa líquida para elaborar el panqueque, un cucharón y una paleta para evitar el pegado y posteriormente darlo vuelta.
Y aquí empezaba la apasionante cosmogénesis:
El mozo a quien se había solicitado el pedido se convertía en un solemne demiurgo que derramaba la cantidad exacta de materia para el nacimiento del panqueque. Siempre lograba un círculo perfecto y coronaba esta exactitud pasando la parte convexa del cucharón por la masa, ya en proceso de cocción, para asegurar una equitativa distribución.
“Alea jacta est” (la suerte estaba echada) y se iba prosiguiendo su recorrida por la herradura. Daba la impresión de un tácito desentendimiento de la elaboración iniciada.
A partir de ese momento comenzaba una carrera cósmica.
El Big Bang ya era un hecho.
De la nada hacia la gestación del universo del panqueque.
Una pequeña y asombrosa historia cósmica iniciaba su efímera existencia.
Un mozo cualquiera iba a pasar por la precisa coordenada espaciotemporal y, en el momento justo, haría interceder una paleta entre el dorso del panqueque y la plancha caliente evitando así una cocción despareja o su eventual quemazón.
Más tarde otro mozo o, quizás el azar determinara que fuera el demiurgo inicial, con acrobática destreza y a modo de salto mortal, lo daba vuelta quedando a la vista una transformación asombrosa:
Lo que fuera una amarilla masa líquida, convertida en una compacta superficie marrón.
La historia natural del panqueque proseguía la ruta irreversible del espaciotiempo.
Cuando el tiempo cósmico lo marcara, el mozo demiurgo, quizás impelido por un reloj interior, pasaría frente a la plancha metálica del fuego eterno, para encontrarse con la criatura circular con textura y color perfecto: El panqueque había cumplido su destino existencial.
Colocado en un plato metálico esperaba la abundante porción de dulce de leche y era llevado ante el verdugo comensal para su inevitable paso hacia la muerte.
Jamás se supo de un panqueque quemado o desparejo, ni disputas por los méritos de su elaboración colectiva en el silencioso éxito sin planificación.
La sincronización se cumplía cual destino fatal e inexorable.
Todo esto es un recuerdo algo melancólico y teñido de nostalgia. Ya no hay martonas. Es lamentable y no se trata de una actitud reaccionaria y conservadora frente al progreso, sino que surge como defensa frente a los patéticos Burger King y Mc Donald’s donde está estudiado cada centímetro cuadrado y cada segundo. Un espaciotiempo para más efectivas ganancias y con empleados, auténticamente empleados, porque necesitan trabajar y no son los culpables de un sistema. Adiestrados –más bien amaestrados– para sonreír y tener buenos modales. Ante el pedido de un cliente se pone en funcionamiento un ritmo febril y general. Un movimiento más parecido a una bolsa de comercio que a un universo estético.
No es una queja o añoranza de pasado, sino una posición: Jamás renunciar a la Poesía.
Otto Carlos Miller
Gavilán pollero (no cualquiera)
Hay destinos y destinos, y como siempre nada fácil parece ser el camino de cada destino. Pero el que nunca tuvo problemas, o al menos no parecía tenerlos ni siquiera desde el principio, era el gavilán pollero. Dicho gavilán, ajustado él a su rol en la vida sin sobresaltos, entiéndase comer pollos, era personaje invitado en el eterno Gallo Claudio, uno de los dibujos animados que veía de pibe y que cuando la suerte quiere vuelvo a encontrar en el desierto televisivo de hoy. El gallinero está regenteado por Claudio. ¡Lanza la bola, chico!, decía o sigue diciendo Claudio, y el pollero gavilán respondía que a él no le interesaban las bolas lanzadas, sino comer, degustar, manducar, pollos, y que como Claudio era pollo lo definía, por lo tanto, como su hipotética comida. Ahora bien, la pregunta es, ¿qué tan difícil es convertirse en un gavilán pollero? Aparentemente entre los gavilanes no representa un problema mayúsculo a partir de lo aprendido en mi querido dibujito animado. Desde chiquito nomás el gavilán o gavilancito persigue pollos, no le hizo falta ni mamá, ni papá, ni escuela; el gavilucho ya sabe, de movida, que él debe comer pollos. Por la casa de los gavilanes todo bien, pero qué pasa con los hombres, qué pasa, no digo ya con la intentona un tanto fantástica de convertirse en gavilanes propiamente dichos (sólo es posible mutar en gavilanes, águilas, y demás rapiñeras, pero en los territorios del mercado libre, ellos tienen la exclusividad), pero la pregunta está dirigida a la, en apariencia, fácil tarea de degustar pollo, como si se fuera gavilán pollero, pero sin serlo, como jugando a ser un pollero gavilán que se abalanza sobre Claudios indefensos.
Pero no todos los hombres pueden comer pollo, no señor; un puñado de extrañas historias y situaciones ha llevado a ciertos hombres (narrador incluido) a reflexionar sobre los peligros en la ingesta de los plumíferos bataraces que hoy ya no lo son tanto.
Pollos de campo, de criadero, pollos mutantes, pollos de parrillas al paso, pollos al horno, pollos en la obra; nunca mi viejo tuvo problema alguno con la lastración del pollo. Nunca hizo diferencias entre las nacionalidades de los pollos, comió pollos en Boedo (es cierto que no muchos cuando el conventillo a metros de Independencia y Castro Barros; la pobreza no era joda allá por el 40), comió pollos en Martín Coronado, y comió pollos en las diversas obras a donde el laburo lo llevaba. Yo mismo he comido pollos en los mismos lugares en que los lastró mi viejo, o sea me declaro su igual, pero eso sí, yo nunca llegué a merecer la reflexión acuñada por Carlitos, el boquense que laburaba con mi viejo, cuando al referirse a la panza o busarda de mi progenitor lo hacía a través de la siguiente consideración: la panza del Pato es un cementerio de pollos. Ahora que anoto Pato, que me repito que el Pato tiene un cementerio de pollos en la panza, me digo que había sido extraño el indicado Pato, y que podría serlo aún más si yo me pusiera a contar anécdotas pero, al menos, con caníbal, papá, nada que ver.
Pero no cualquiera es como mi viejo (además como es mi viejo es lógico que pase por el mejor); es más, de pibe, acompañaba a su mamá, mi abuela Angela, a comprar pollo al mercado Ideal de los hermanos Victorio y Valentín Campolo, los dos ex boxeadores, en Independencia y Colombres. Cuál quiere, era la pregunta del pollero (el señor, no el gavilán), y la mamá/abuela contestaba “Ese” y apuntaba con el índice. El pollo era atrapado al instante, al instante también era retorcido su cogote y antes de que terminara de morir el plumífero que se había sacado la lotería del momento, ya estaba prácticamente pelado; el pobre se iba hacia el frío en la bolsa de la abuela. Mi viejo fue testigo y siempre comió pollo, y porque él comía pollo pudo, porque así lo quiso y porque plumas (según Carlitos) no le faltaban, ser un gavilán pollero; pero otros no, otros jamás podrían serlo, y esta nota, como se avisa más arriba, es sobre los que no comen, por diversas y misteriosas razones, la carne de los naturales del gallinero.
Ricardo, el Profe, hacía de su mesa en el “Margot” su casa de altos estudios ciudadanos. Cuidado por Osvaldo, el amigo mozo, se dedicaba a la sana reflexión. Ocurrió que un día Ricardo estaba en plena descripción de su última cena, y una amiga que ocupaba un lugar en la misma mesa preguntó, ¿No come pollo, Ricardo? El Profe hizo un silencio, le pego un par de besos a la pipa, la retiró con la mano derecha y contestó, No..., pollo comen los suicidas, y luego guardó silencio. La frase me quedó en la memoria para siempre, pasan los años y sigue ahí y ahí sigue también su continuación, porque Ricardo dijo algo más, nada era gratuito en las palabras del Profe, y entonces, convencido del compromiso con su reflexión, entonó la segunda frase, que como letanía de pelota Pulpo, rebota entre las paredes apenas alisadas de mi memoria, Los pollos... cuando tienen hambre... se comen entre ellos..., no hacen nada, no caminan, no cogen..., un asco. El Profe me llegó a decir que consideraba como un intento de asesinato cuando algún distraído ofrecía pollo en una comida. Cuando Ricardo se enfermó, me confesó que se había visto obligado a comer pollo; y recuerdo que la última vez que lo vi, cuando estaba internado en un hospital y mi visita llegaba a su fin, me miró y me dijo, Edgardo..., ¿a vos te parece?, me dan pollo, ¿podés creer? Ricardo sigue de ronda en el “Margot”, Osvaldo sabe, algunos saben, y a mí siempre me atrajo su apreciación sobre los pollos, por eso en esta pequeña recorrida, se lleva el primer lugar.
Otro caso de no unión a la tendencia pollicida de muchos habitantes de estas tierras, es la historia que carga el poeta Hugo Ditaranto. El poeta tampoco come pollo, y su negativa tiene su origen en la figura del terotero. Si bien Ditaranto sigue siendo un pibe, alguna vez lo fue más; y es ese pasado de niño abierto a todos los estímulos, diría que mientras se nutría para sus años poéticos, fue cuando nació la negativa. El terotero vivía en el terreno del fondo, y también el fondo estaba habitado por un gato angora gris; quizás un adorador del gato negro más famoso a la hora de anotarse en historias de sangre, el misifús, en uno de los tantos recreos éticos que se presentan a hombres y bestias a lo largo de la vida, sintió el impulso de acercarse al terotero y de mandar a bodega el dicho plumífero. Pero algo ocurrió y no llegó a degustar, el felino sólo ocasionó un destrozo. Huguito buscaba el terotero, ¿Dónde está mi terotero?, preguntaba. Mamá dijo que se había ido, pero papá Ditaranto, el mago, como progresista que se reconoce como tal, decidió enseñarle a Hugo lo que había quedado del terotero, para que el pibe vaya sabiendo de la vida. Así como el terotero acabó por finirla, el gato, que también era amigo de Huguito, desapareció; nunca más volvió a la casa de los viejos. A resultas de este hecho el poeta Hugo Ditaranto no come pollo, ¿por qué?, porque nunca dejó de ver, en cuanto plumífero que había sido llamado al reino del señor de los pájaros y asociados, al amado terotero.
La culpa de que mi tío Juan no coma pollo la tiene la hornalla de la cocina. Así de simple, el fuego purificador que para tantas cosas es tan útil, actuó como elemento desencadenante, pero con indicador negativo en relación a esta fuente alimenticia, y dicho resultante se convierte además en rareza por el simbolismo implícito contenido en herramienta tan generosa como la hornalla a la hora de la manducación. Con todo lo demás que haya o pueda ser pasado sobre una hornalla, mi tío Juan no tiene problemas, a lo sumo pregunta precisos detalles sobre las ideas políticas de la vaca o si su grupo sanguíneo es compatible con el uso de chimichurri. Pero con el pollo no se jode, y cuando algún irresponsable o ser despiadado insiste para comer pollo en su casa, mi tío Juan se mantiene a prudente distancia del susodicho que come y el que espera (ser comido). El, mi tío Juan, piensa que nadie lo ve, pero yo sí lo he visto mirar el cuerpo con desconfianza, como con miedo, como esperando un aroma. Luego, en casa de mi tío Juan no se cocina pollo, sólo puede ser comprado cocido. Mi tío cuenta que la madre, doña Malke, cada vez que compraba pollo se aplicaba de manera minuciosa en la quema o depilación a fuego de los canutos donde antes habían florecido las plumas, entonces ahí el horror, ¿dónde quemaba Malke los canutos desgarrados?, sí, Watson, elemental, acertaron, exactamente en la hornalla de la cocina, y el olor, el aroma, la baranda, y esa apestosa apestación a canuto muerto, algo así como en busca del canuto quemado y perdido, podría escribir mi tío en su cama a la manera de Proust (¿alguien sabe si comía pollo?).
Juan “Tata” Cedrón es otro que no come pollo, pero él no lo hace por una cuestión que tiene que ver con el sexo. No porque discrimine a aquellos que practican la unión íntima entre el pollo y el humano, la cuestión de Tata, y que juzgué de manera apresurada la primera vez que se la escuché, bien podría pasar por una humorada, una más de las que pronuncia con total seriedad esperando las reacciones (eso lo divierte mucho), pero la volví a escuchar otras veces. El “Tata” Cedrón hoy no come pollo porque está convencido de que el plumífero viene acompañado de un corpiño para que use el comensal luego de la ingesta de producto tan pichicateado. Ante la afirmación de que muchas son las porquerías que nos comemos sin saber, él insiste en al menos cuidarse de las tetas, que serán muy compañeras, pero tampoco la pavada.
Finalizada la lista de los que nunca, por una u otra razón, llegarán a gavilán pollero entre los hombres de bien, me falta alguna reflexión final; me digo que todos estos tipos aquí nombrados no comen ni comieron pollo, pero hoy tampoco comen sapos; me digo que la experiencia de vida te puede salvar del plato nacional, me digo que hoy hace falta cada vez más gente que no coma sapos, y quizás el secreto esté en primero no comer pollo (se matan entre ellos) para luego no comer sapos (pobres sapos que nunca supieron de políticas). Alguien que gusta de buscar quintas patas a los gatos, me diría, Pero, ¿y tu viejo?, ¿él hoy come sapos porque siempre comió pollo?; No, él no come sapos, como es mejor (es papá), puede las dos cosas, no come sapos y sabe ser gavilán pollero.
Edgardo Lois
El Teatro Boedo
No es necesario subirse a nada para otear el horizonte. Las quintas se siguen dando el lujo de cortar balbuceantes trazados urbanos. Los baldíos abren los brazos a los circos trashumantes. Y las trajinadas lonas se establecen por largo tiempo, sin renunciar a su nomadismo. El Circo Anselmi, el Politeama Doria, el de Sanguinetti dirigido por don Rafael Comunale(1), tiran sus temporarias anclas en Boedo. Tal vez podría considerarse que son las primeras reuniones asiduas y masivas de público convocado como espectador, en el ámbito barrial. Al Sanguinetti cabría asignarle, en ese contexto, los mayores antecedentes como mentor del “circo criollo”, precursor de nuestro teatro.
Los circos siempre fueron de distintas familias, los Crespi, los Anselmi. Ellos hicieron un trabajo muy fuerte. Muchos espectadores del interior conocieron el teatro a través de ellos. Pero la crítica nacional no los reconocía. Es así que a fines de siglo tuvieron que separarse. Pepe y Gerónimo Podestá, por ejemplo, se van cada uno a un teatro y generan las primeras compañías nacionales. Ellos se habían convertido en actores interpretando las piezas más significativas del drama gauchesco. A partir de este momento comienza la verdadera afirmación de nuestra escena y de ahí pasamos a lo que podríamos denominar la década de oro del teatro argentino, un período que va de 1902 a 1910(2).
Esta bullente y promisoria actividad de los tablados hace cambiar de propósitos al catalán Cullen. Don Jaime, cuya actividad como mayorista aceitero le había generado considerables beneficios, decide tornar su inversión inmobiliaria hacia una sala teatral. Boedo necesita un teatro y yo se lo voy a dar, cuentan que dijo en rueda de amigos. Y no se va en promesas. Su casa de inquilinato de Boedo 949(3) se convierte en escombros a fuerza de picos. Y comienza a alzarse el Teatro Boedo.
La sala, dadas sus dimensiones(4), no ofrece alternativas, por lo que el escenario y las butacas deben necesariamente ubicarse “a la italiana”, es decir, un conglomerado oblongo de asientos dispuestos frente al escenario rectangular que sólo permite ser observado lateralmente por los privilegiados palcos avant scene. Los extractores y el techo corredizo agregan detalles de confort que los programas se encargan de promocionar.
No son muy promisorios los comienzos: la guerra afecta todo, directa o indirectamente. Lo cierto es que las primeras funciones, en 1916, tienen como centro las proyecciones de cine mudo con el acompañamiento de algún “número vivo”, remoto antecedente de las verdaderas puestas teatrales que iban a producirse, recién, dos años más tarde, el 21 de julio de 1918, con la compañía ArataBrieva presentando la obra “El tío soltero” de Ricardo Hicken.
A partir de 1922 cobra protagonismo la presencia de un personaje paradigmático de Boedo: un actor dotado externa e internamente con una personalidad seductora, de fuertes convicciones. Pedro Zanetta “es” para Boedo y Boedo para él. [...] El alma de Zanetta se había quedado prendida para siempre a aquel rincón porteño[...] La labor cultural que desarrolló en el teatro “Boedo” y en los diversos ambientes de este barrio en que siempre actuó, fue de un valor incalculable. Ponía en escena, con dignidad y con amor, lo mejor del repertorio nacional y extranjero. Tenía predilección por los papeles recios y por el teatro llamado de tesis, o el que trata de avivar en el público los sentimientos de rebeldía ante el orden jurídico y social imperante. [...] Porque Zanetta había permanecido fiel hasta su muerte a los ideales de Kropotkin y de Reclus. Su anarquismo no era mera postura, sino convicción sincera [...] Estaba siempre lleno de iniciativas que, en el fondo, no perseguían otra finalidad que elevar el nivel cultural de la masa(5). El romance con el Teatro Boedo dura hasta que a su propietario, don Jaime Cullen, se le ocurre escribir un disparate disfrazado de obra teatral y pretende que Zanetta lo ponga en escena. La contundente negativa determina la finalización de su relación con la sala.
En julio de 1932 José González Castillo encabeza la fundación de la Peña Pacha Camac. Para diciembre, la peña aún no contaba con un espacio de las dimensiones necesarias para el festejo inaugural, y el Teatro Boedo es la opción. Un par de obras teatrales, un monólogo de Pepe Arias y un concierto de guitarras integran la cálida celebración. A la salida, seguramente, Falucho les repartió la “Sexta”. El mote distingue al elegante canillita –de permanente parada en la puerta del teatro– que tenía la extravagante costumbre de invitar a alguno de sus clientes con un café en El Aeroplano, bar de la esquina de San Juan y Boedo(6) que sucede a la sastrería Los dos petizos a partir de 1927. Jesús Seoane, quien ya tenía reinstalada su sastrería en Boedo y Humberto I, es, desde 1936, el nuevo propietario del Teatro Boedo.
La historia de la sala parece signada por la presencia de los voceadores de periódicos. Esta vez con mayor fuste que Falucho. Porque Alfredo Lamacchia –el nuevo arrendatario del teatro junto a Ramón Otegui– es un “ex canilla” devenido próspero distribuidor de periódicos de la zona.
La década del 30 finaliza con un desfile de verdaderos sucesos y protagonistas: Muiño-Alippi con “Lo que le pasó a Reinoso”, de Vacarezza; Olinda Bozán en “Un cuento del tío”; Luis Arata con “Los chicos crecen”; Blanca Podestá-Mario Danessi haciendo “El barro humano”; Lola Membrives, nada menos que “doña Lola”, y “La malquerida” de Benavente; son sólo algunos nombres, títulos y autores de una larga lista que incluye a José Olarra, Fernando Ochoa, Camila Quiroga, Enrique García Satur, Pedro Tocci, Tino Tori, Eva Franco, María Esther Gamas, Carmen Amaya, Imperio Argentina, Francisco Canaro con Mariano Mores, Azucena Maizani, Mercedes Simone, Roberto Firpo, Mecha Ortiz..., entre otros. Y un récord de permanencia en cartel: Leonor Rinaldi-Francisco Charmiello con sus 750 representaciones de “No hay suegra como la mía”.
De 1940 al 46 la compañía de los Podestá –encabezada por Pablo y dirigida por Antonio– brinda un selecto repertorio teatral que cuenta con el complemento de la presentación del cantor Ignacio Corsini.
Cuando en su temporada 1941 Leopoldo y Tomás Simari ponen en escena “Llegan parientes de España”, no pueden imaginar que su atractiva damita joven iba a tener otro rol en la historia. La promisoria actriz se llamaba... Eva Duarte.
Durante 1942 y 43 un suceso de taquilla, “Canuto Cañete, conscripto del 7”, anda por las 559 representaciones. Repentinamente, un par de días después de la revolución del 43, el 6 de junio de ese año, llega la clausura de la sala aduciendo que se ridiculizaba a la institución castrense. Poco importó que se utilizara el vestuario francés que respondía al origen de la pieza.
En 1946 el celebrado y famoso Jorge Negrete engalana la sala de Boedo que prontamente se da el lujo de recibir, invitada por Pierina Dealessi –estando en cartel su obra “La Madre María”–, a la esposa del presidente Perón. Evita, seguramente, habrá recordado el paso por ese escenario unos pocos años atrás.
A fines del 46, el cambio de arrendatarios da un vuelco a la sala para convertirla en cinematógrafo. Sólo los miércoles conservan un atisbo de uso escénico con las compañías radioteatrales de suceso: Audón López, Adalberto Campos, Susy Kent, Jorge Salcedo, Celia Juárez, Nydia y Lidia Reinal... A poco, no queda ni eso.
En 1953 se produce un movimiento que pretende devolver a la sala su antiguo esplendor teatral. Yo no vacilaría un instante en rechazar cualquier contrato que me fuera ofrecido, por ventajoso que él pudiera ser, por parte de alguna empresa de sala céntrica, con tal que se me brindara la oportunidad de poder contar con el, por ahora, desaparecido teatro Boedo, dice don Pedro Tocci en una multitudinaria reunión de rescate producida en el cine Nilo. La movida tiene su efecto: Lamacchia retoma el control por dos años. El arrendamiento de la sala al municipio, ante la construcción del Teatro San Martín, favorece al nuevo intento.
La obra de González Castillo “La mala reputación”, Alfredo Barbieri y Don Pelele con “El Follies llegó a Boedo”, Pepita Muñoz-Ubaldo Martínez y “De la chacra al palacete, bien casada y con billetes”, “¡Qué luna de miel, mamita!” –a beneficio de la campaña contra la poliomielitis–, el reestreno del vodevil “Canuto Cañete, conscripto del 7” –que suma 200 nuevas representaciones a su éxito anterior–, son algunos de los títulos de la época. Ponen en evidencia un giro “hacia la taquilla y la comedia liviana”, que culmina a fines de 1958 con Tincho Zabala-Marianito Bauzá en “Dos señores atorrantes”. Es el final. Sólo unas funciones en el Carnaval del 59 determinan un grotesco retorno: el viejo teatro nacido del circo criollo cierra definitivamente su telón con payasos, murgas y malabares. El 21 de julio de 1959(7) –exactamente a 41 años de la primera función– retorna la piqueta al espacio que la visión de Jaime Cullen “enarboló” sobre los cimientos de su demolido inquilinato.
Mario Bellocchio
(1) Politeama Doria en Boedo 1053 (hoy “Hiper Rodó”), el Circo Anselmi en Boedo 777 (hoy supermercado “Coto”) y el de Sanguinetti en la calle Maza cerca de Independencia.
(2) Revista “La Maga”, reportaje a Luis Ordaz, 1994.
(3) Actualmente “Farmacity”.
(4) Las dimensiones de la sala en sí eran de unos 15 metros por 35, que albergaban alrededor de 700 localidades distribuidas en plateas, palcos y una pequeña pullman de 67 butacas.
(5) Silvestre Otazú, Boedo también tiene su historia, Papeles de Boedo, 2002.
(6) Hoy Esquina Homero Manzi.
(7) Los datos sobre compañías, fechas y funciones provienen del exhaustivo trabajo que Carlos Kapusta realizó para el Primer Congreso de Historia del Barrio de Boedo organizado por la Junta de Estudios Históricos barrial en el año 1996.
*Otras obras consultadas: Soncini, Alfredo L., El barrio de Boedo, Bs. As, 1964. Del Pino, Diego A., Ayer y hoy de Boedo, Bs. As., 1986.
Inauguración de la Plaza Boris Spivacow
Una tardecita con Boris
Una tardecita de otoño recién inaugurado, el fantasma de Boris Spivacow anduvo por la esquina de Austria y Las Heras.
Persistente fantasma que sigue convocando voluntades como lo hiciera en su paso por la vida –y como a Boris no se le podía /puede decir que no– allí estaban familiares, compañeros, amigos, colegas, autores, ciudadanos agradecidos, inaugurando una plaza con su nombre en terrenos de la Biblioteca Nacional.
Los nombres de calles y plazas, aunque la urgencia y ajetreo cotidiano lo disimulen, instalan en la memoria colectiva hechos o personajes constitutivos de la historia de un país, con el fin de ofrecer a las próximas generaciones modelos para armar. Por ello, resulta meritoria la iniciativa de la Biblioteca Nacional y la Cámara Argentina del Libro, de reivindicar a un editor.
Boris, gerente de EUDEBA y fundador del CEAL, dos editoriales emblemáticas en la cultura nacional, enfrentó y derrotó con su enorme talento, su fe inclaudicable en el libro y su coraje civil, los desafíos que se le plantearon. Desde lograr que EUDEBA se autofinanciara, con tiradas impensables hoy y con sus carritos en la vía pública, hasta la fundación del CEAL, sus memorables colecciones y la quema de un millón y medio de ejemplares por la dictadura militar.
La plaza, atorada de público y buenas ondas, se mostraba radiante. Frente a la Carpa levantada en una elevación del terreno, destinada a exhibir la muestra, se instaló un micrófono para dilatar la emoción de quienes lo evocaron.
Abrió el acto Delia Maunás, autora del libro con reportajes que le hiciera meses antes de su muerte, presentando a Horacio González. El actual director de la Biblioteca Nacional, destacó que “la plaza fue puesta en condiciones por los empleados de la Biblioteca, quienes realizaron los trabajos de jardinería, y se puso una carpa para exponer los libros del CEAL que nos hicieron mejores lectores y que iniciaron en la escritura a muchos autores relevantes de la Argentina”.
A continuación, Hugo Levin, presidente de la Cámara Argentina del Libro, dijo que “el compromiso de Boris con el libro era total y, desde ese punto de vista, no hay lugar en la ciudad de Buenos Aires que le quede mejor a Boris que esta plaza pegada a la Biblioteca Nacional”. Acto seguido se invitó a sus hijos Miguel, Silvia e Irene y a sus nietos Diego, Ana, Lucila y Martín a descubrir la placa recordatoria con la leyenda “Al gran editor argentino Boris Spivacow Cámara Argentina del Libro 24 de marzo de 2006”.
Luego, el secretario de Cultura de la Nación José Nun, destacó que “Boris Spivacow simboliza esa inmigración que hizo de la Argentina su país y luchó fuertemente por el desarrollo de la cultura nacional. Una inmigración que sin renunciar a sus orígenes se integró sanamente y gracias a la cual debemos buena parte de lo que el país es hoy en día”, y cerró afirmando que “la inauguración de esta plaza se inscribe en la exhortación de que el Nunca Más no es sólo para el presente. Nos obliga a construir un futuro de ciudadanos activos como Boris Spivacow, nos obliga a dar testimonio para ayudar a que las generaciones futuras no vuelvan a vivir el horror que vivió nuestro país”.
La lectura de una carta de Beatriz Sarlo, ausente por estar de viaje, inició el desfile de sus amigos y colaboradores. Rolando García, ex decano de Ciencias Exactas, compañero y amigo, recordó la designación de Boris al frente de EUDEBA, propuesta por otro gigante, Arnaldo Orfila Reynal, y continuaron con emotivas evocaciones: Aníbal Ford, Graciela Montes y Jorge Laforgue, directores de aquellas colecciones que perduran en la memoria de los argentinos.
La tardecita se iba a barajas. Mientras los asistentes visitábamos la muestra “Capítulo”, que se prolongará hasta el 4 de abril, el fantasma de Boris colgó un enorme pasacalles con aquel lema de EUDEBA, el mejor que haya salido de una editorial argentina: “Libros para ser libres”.
Oscar González
Callejeando historia
Agustín Bardi, el tango y Mozart
En alguna ocasión Callejeando llamó a Eduardo Arolas el Juan Sebastián Bach del tango aclarando que, en realidad, no era idea propia pues se basaba en un tema llamado precisamente Juan Sebastián Arolas con el cual el discutido rengo Astor Piazzolla quiso expresar la deuda de este género musical con el bandoneonista, aludiendo a la que mantiene la música occidental con Bach. Y si bien no somos tan desmesurados como para comparar a Agustín Bardi con el genial salzburgués, para ser consecuentes deberíamos decir que si para el tango Arolas es Bach, Bardi es Mozart; por su riqueza de ideas musicales, por su gran producción y, en mayor medida, por su permanente vigencia. Desde el momento en que sus tangos pudieron interpretarse con la complejidad armónica, rítmica y melódica que los caracterizan –o sea desde el sexteto de Julio De Caro–, no hubo grupo u orquesta que no los incluyera en su repertorio y no creemos casualidad que el primer disco grabado por la orquesta de Aníbal Troilo, el 7 de marzo de 1938, incluyera Tinta verde en una de sus caras –completada por Comme il faut, de Arolas, en la otra faz– y que cinco años más tarde, en julio de 1943, Osvaldo Pugliese hiciese lo propio con El rodeo. Sumemos a esto su condición de adelantado a su época pues, como bien advirtió Roberto Selles, Gallo ciego prefiguró con cuarenta años de anticipación al movimiento de vanguardia con una estructura melódica y rítmica que continuarían Pugliese con La yumba, Salgán y A fuego lento o Piazzolla en Lo que vendrá.
Lo cierto es que Bardi había nacido en la bonaerense Las Flores el 13 de agosto de 1884, a los seis años fue enviado a casa de unos parientes en Barracas para cursar la escuela primaria y otro pariente le dio las primeras lecciones de guitarra con provecho, pues a los ocho años lo encontramos rasgueando la viola en la murga Los artesanos de Barracas donde ganó su primer apodo, Mascotita, que luego se transformaría en el Chino. Sin embargo, sus comienzos profesionales fueron como violinista y en La Boca en 1908, en un trío que completaban Domingo Benigno en flauta y el Negro Ravigna en guitarra de nueve cuerdas, pasando luego al trío del Tano Genaro Espósito –que después de 1921 se haría famoso en el cabaret El Garrón de París– que actuaba en el café La Marina de Suárez y Necochea, integrado por el Tuerto José Camarano en guitarra y el propio Espósito al bandoneón. Según Selles, fue precisamente Espósito quien advirtió la facilidad de Bardi con el piano y lo empujó a estudiar su ejecución y con este instrumento, tras un breve paso por el cuarteto de Carlos Hernani Macchi, fue llamado por Vicente Greco para integrar su sexteto que se completaba con Juan Abbate y Francisco Canaro en violines, Vicente Pecce en flauta, el propio Greco y Juan Lorenzo Labissier en bandoneones. Este conjunto –el primero en denominarse Orquesta Típica Criolla– actuaba en el café El Estribo de Entre Ríos 769/71, viejo reducto de payadores como Ambrosio Ríos, Federico Curlando, Ramón Vieytes, Luis García y el propio José Betinotti, donde también actuarían en esa segunda década del siglo Prudencio Aragón, Eduardo Arolas, Francisco Canaro y el dúo GardelRazzano. Seguramente Bardi estableció sólidos lazos de afecto con sus compañeros pues su primer tango, Vicentito –llevado al pentagrama por Hernani Macchi– estaba dedicado a Greco y uno de los más populares, Lorenzo, a Labissier.
Lamentablemente el piano no era adecuado para los primeros sistemas de grabación, por lo que Bardi fue reemplazado en las grabaciones de la Orquesta Típica Criolla por la guitarra de Domingo Greco y no han quedado, salvo algunos solos en rollos Pampa y Olimpo, grabaciones suyas. En 1914 lo encontramos en el café TVO de Suárez y Montes de Oca con su amigo Eduardo Arolas –que ese año saltaría a la consagración en el cabaret Montmartre– y el malogrado violinista Tito Roccatagliata –el de Elegante papirusa– y, más tarde, en una de las tantas orquestas de Francisco Canaro dejando de actuar en público en 1921. En realidad, podía hacerlo porque, al margen de su actividad musical, Bardi trabajaba en la empresa La Cargadora desde 1908 –habiendo sido en su juventud aprendiz de telegrafista en el Ferrocarril del Sud– y en ella se jubiló en 1935 como gerente, doble empleo que no era raro en aquellos tiempos en que la profesión de músico no estaba jerarquizada, a lo que Bardi contribuyó desde SADAIC, de la que fue fundador y miembro de varias comisiones directivas hasta su muerte ocurrida precisamente al regresar a su casa, en Bernal, de una reunión en la Sociedad el 21 de abril de 1941.
Bardi fue –como muchos en su tiempo– un autodidacta que ya grande y con éxitos en su haber deseó perfeccionarse, estudiando armonía, contrapunto y técnica pianística con el padre José Spadavecchia con excelentes resultados pues, unidos a su natural genio musical, le permitieron dejarnos una obra de más de cien titulos entre tangos, milongas y valses. Como decíamos al principio, todos han interpretado alguno de sus temas –se ha dicho que es el compositor favorito de los músicos–, desde D’Arienzo a Piazzolla y los modernos conjuntos de vanguardia pasando por Di Sarli, Fresedo, Alfredo Gobbi, Pugliese, Troilo, Salgán, etc. Y en todos ellos, cada cual con su sonoridad y estilo particular, Bardi suena bien, suena a Bardi, suena a tango y suena actual. A Bardi, como a Mozart, es imposible arruinarlo, como ha pasado con otros grandes compositores en versiones lamentables, y le debemos, entre otros temas, Gallo ciego, La racha, Chuzas, CTV, Independiente Club, Se han sentado las carretas, El baquiano, La guiñada, etc., y en el terreno del tangocanción es imposible olvidar bellísimas páginas como Madre hay una sola, No me escribas, Nunca tuvo novio, La última cita o Tiernamente, con versos de José de la Vega, Juan Andrés Caruso, Enrique Cadícamo, Francisco García Jiménez y Mario Battistella, respectivamente.
Osvaldo Pugliese le dedicó una sentida y bella despedida, ¡Adiós, Bardi!, y Horacio Salgán le dedicó dos tangos, A don Agustín Bardi y, en colaboración con Ubaldo De Lío, Aquellos tangos camperos, título que alude a la particularidad de que en sus obras casi siempre incluía un tema o subtema de corte folclórico, como la vidalita que constituye la tercera parte de ¡Qué noche! y que, como se ha visto, los títulos de los mismos suelen tener reminiscencias pampeanas, seguramente por el recuerdo de su primera infancia en el entonces campo bonaerense.
A sesenta y cinco años de su muerte lo recuerda una calle humilde pero bien ubicada simbólicamente en Barracas, su primer barrio porteño, que corre entre Osvaldo Cruz y San Ricardo paralela a la vieja estación Hipólito Yrigoyen, donde hoy se yergue un Centro Cultural del Gobierno de la Ciudad. Y con respecto a Wolfgang Amadeus Mozart –sobre el que alguien dijo que Mozart es el modo que utiliza Dios para que todos los demás nos sintamos insignificantes–, también tiene su calle en Villa Luro, corriendo desde Rivadavia hacia el sur, hasta Saraza, entre Moreto y White... Pero esa es otro callejeo que prometemos a la brevedad.
Diego Ruiz
Testigo de papel
Las crónicas de Roberto Arlt
En este mes en que se cumplen 106 años del natalicio de Roberto Arlt, lo recordamos reproduciendo una página del diario “El Mundo” del lunes 29 de diciembre de 1930. Sus crónicas aún no se titulaban “Aguafuertes porteñas” y se publicaban bajo una viñeta que reproducía el nombre del autor en grandes caracteres. Ciertos personajes han mutado, pero siguen vigentes con la permanencia que les da el genio retratista de Arlt.
El hombre de la ventanilla
Seamos sinceros. ¿Cuál de nosotros no aspira a ser “el hombre de la ventanilla”, en estos días de calor rabioso?
En cuanto uno sube al tranvía ¡paff!, lo primero que hace es campanear un asiento vacío. No importa que más allá, en otro asiento, venga sentada una pebeta de flor, truco y quiero. ¡Están los tiempos como para pebetas! Lo que uno quiere es un poco de fresca viruta; estirar las dos, que en algunos son cuatro, contra el contramarco y dejar que el viento le entre por el cogote hasta el fuselaje del pecho, hecho filtro a causa de la temperatura.
Cuando ganan de mano...
¡Y qué bronca le da a uno cuando le ganan suavemente de mano! ¿Vio Vd.? Es lo que decía San Peludo: “No hay que dejarse ganar la calle”.
Que interpreten los augures y los Sturlas del régimen. Bueno. ¡Qué rabia le da a uno cuando le ganan el pasillo y siempre de buena manera, lo dejan para dentro con una especie de refalada que da otro con más trening en el laburo de la ventanilla! ¡Qué hay tigres en eso de tomar el fresco! Tipos que relojean todo un trayecto de diez kilómetros a la ventanilla, y en cuanto el pasajero hizo gesto de levantarse, ellos, como gatos al bofe, se escurren y si el hombre no tenía ganas de levantarse, lo hace como sorprendido por el “savoir faire” de ese ciudadano que lo invita a dejar la “fenestra” y que se ubica, mano a mano, con la calle y el “venticello” que pasa. ¿Diga si no es cierto? En el tranvía, en el ómnibus, en el tren, ¡maldito sea!, nunca falta el pasajero pierna, fugaz, escurridizo, que con un apremiante “con su permiso” le pide paso. Vd. cree que es para piantar y el otro se instala bonitamente del lado de la rúa o de los alambrados, mientras que Vd. queda para mosquetear cómo el congénere cierra los ojos y se deja adormilar por el vientecito que entra y que se lo traga él solo.
A la mañana esto no tiene importancia; al fin y al cabo por la matina todo ciudadano está semiembrutecido por la fiaca y el sueño; pero a la tarde, cuando Vd. trae la ropa interior como franela de fomento, no hay cosa que más fastidio le produzca que le ganen de mano y permanecer allí en la fementida orilla del asiento, recibiendo en la buseca y en el hombro los codazos del guarda, del inspector, de la señora gorda que le pide el asiento indirectamente cayéndosele encima a cada minuto, o del nene que babea, desde las espaldas del padre sobre su cogote.
No hay rasposo que pase (y aquí se me ocurre una mala palabra) que no le encaje un pechazo por ser pasajero de orilla. Incluso, Vd. tiene el deber de levantarse si entra una mamá cargada de infantes, porque Vd. es mano y al mano le corresponde ser galante y amigo de la ciudad.
El del lado de la ventanilla (y el del lado de la ventanilla me sugiere una palabrota) goza. Para él, todo es placer. Con las guampas estiradas, si sube una señora cargada de purretes, se hace el gil; mira de contramano y como mirando para la calle no puede ver adentro, es el menos obligado. Y, dése cuenta, hasta es cierta esta otra verdad:
Siempre que sube el inspector, el del lado de la calle duerme. Vd. lo vio y pela el boleto. Se apronta para cumplir con los rigores de la ley. El reo del otro lado, apoliya. Traga aire fresco. El inspector se detiene cabrero :
–Boleto, señor; señor, boleto.
El señor, que es tan señor como Vd. y yo, abre por fin un párpado, da beligerancia, se entera de que lo hablan y le requieren el comprobante de que ha formado diez guitas; y entonces, removiendo las piernas, metiendo desaforadamente las manos en el bolsillo, busca el “intransferible”.
Vd. se indigna gratuitamente contra el poltrón de la ventanilla. No tan gratuitamente, porque, al fin y al cabo, el inspector que es tripudo, le arrima la panza a la nariz, Vd. por ser ladero, tiene que aguantar los hedores de un chaleco milenario. Por fin el turro descubre su boleto emboscado en las entretelas del saco y, en seguida, cierra el ojo conjuntivítico y torna a roncar.
La desgracia se soportaría si bajara rápido; pero siempre resulta que este canalla tiene para veinte kilómetros de viaje. Ley fatal e inexorable. Todos los cosos que se ubican del lado de la ventanilla, es en el conocimiento de que tienen para un rato largo.
De hecho se acomodan. Abren las gambas. Colocan las guampas. Superiores e inferiores. Y como muchos no se bañan, aprovechan esta hora de viaje para orear el sudor, de manera que llegan a la casa secos de humedad, porque la ventilación ferrocarrilera, de ómnibus o bondi, obra el doble milagro de higienizarlos y refrescarlos a su manera, que es una de las tantas maneras de bañarse. Al fin y al cabo, el procedimiento mencionado se denomina científicamente “baño de viento o aire”.
En cambio, cuando Vd. quisiera ser ladero, es decir, cuando del lado de la ventanilla viene una pebeta posta y Vd. va a sentarse, la dama, con una gentileza que asombra, se corre y le deja el lado de afuera para Vd. Esta es la única circunstancia en la que Vd., sin querer tomar fresco, lo tiene que tomar, cuando por el contrario, vendría bien dichoso y contento de estar a un costado, arrullado dulcemente por los vaivenes del coche.
Hay, sin embargo, un remedio para evitar que los atropelladores monopolicen el asiento de la ventanilla, ya que la fresca viruta es regalo que Tata Dios nos envía a todos por igual. Y ese remedio consistiría en rifar las ventanillas en provecho de alguna obra de beneficencia, como la casa en Mar del Plata, el chalet del Balneario o los automóviles.
(Diario “El Mundo”, lunes 29 de diciembre de 1930)
El adiós a Rubén Barbieri
Johnny Mandel, que acaba de obtener el Oscar a la mejor canción original por “La sombra de tu sonrisa” (1965), realiza una gira por nuestro país. En el concierto, la interpretación del tema laureado, recibe una ovación. Mandel llama al solista de trompeta al proscenio para participar del saludo, rindiendo homenaje, él también, a Rubén Barbieri(1), excepcional instrumentista argentino que el 17 de marzo pasado, imprevistamente, cesó de entregarnos su talento.
Habían transcurrido algo más de 77 años de su nacimiento, en Rosario de Santa Fe, el 12 de diciembre de 1928, cuando llegó a alegrar el hogar de Vicente Antonio Barbieri y Adalcinda Rosa Gimello.
Todavía, obviamente, no podía suponerse que llegaría a ser el arreglador, director, compositor y referente obligado del jazz argentino que luego se conjugaría en este gran instrumentista.
Cuatro años más tarde la familia recibiría a su hermano, el saxofonista Leandro José, mundialmente conocido como el “Gato” Barbieri(2), y en la década siguiente a Raquel(3), luego prestigiosa pianista. Ellos, su hermano de crianza, el compositor y cantante Juan José Gimello(4) –primera voz de “Pomada”– y su compañera espiritual de toda la vida, la periodista Felisa Pinto, sobreviven al talentoso músico.
Rubén había iniciado sus estudios musicales en la escuela rosarina “Infancia Desvalida”, bajo la dirección del maestro y compositor Alfredo Serafino, quien antes de pasarlo a la trompeta lo hizo estudiar durante un año el genis, instrumento con la tonalidad y digitación de la trompeta –pero de acompañamiento– y que, al igual que el bombardino, se emplea para tocar el contracanto. Los maestros Conti y Salvador Isidoro Ladaga –contrabajista de la Orquesta Sinfónica Nacional–, quien lo pulió en el arte del solfeo, fueron sus guías en aquellos estudios iniciales.
En plena adolescencia tocó con Adolfo de los Santos, orquesta rosarina profesional donde tuvo por compañeros a los trompetistas Tomás Lepere y Rafael Morelli. Con esa formación lo oyó tocar en Resistencia, Chaco, René Cóspito, quien al tiempo lo convocó para actuar con él en Buenos Aires como primera trompeta, luego de lo cual integró orquestas como la del saxofonista José Carlos Castro “Castrito”, la de Roberto Cesari y “Los Estudiantes”, conjunto que dejó estando en Chile.
Luego de su paso por Perú, en Colombia estuvo con Xavier Cugat y Abe Lane. Actuó con “HamiltonVarela”, formación de Ken Hamilton (Bernardo Noriega) y Dante Varela. Fue convocado por el gran uruguayo Luis Rolero (José Anselmo Rolero) y su esposa la cantante Helen Jackson (Minerva Sánchez). Estuvo con Kiko Caraza. Junto a su hermano actuó en la orquesta de Lalo Schifrin, época en que las encuestas lo ubicaron como solista favorito. Convocado por el clarinetista Luis Horacio “Chivo” Borraro, integró la Orquesta All Stars, del Bop Club Argentino. Junto a su hermano Leandro (“Gato”), Chico Novarro (Bernardo Mitnik) y Santiago Giacobbe fundó la agrupación “Nuevo Jazz”, de actuación en el Instituto de Arte Moderno y en el Teatro Fray Mocho. Con el guitarrista Rodolfo Carlos Alchourrón, el contrabajista “Negro” González y el baterista Norberto Minichillo conformó en los años 60 un cuarteto con una calidad hoy añorada. Formó parte de “La Banda Elástica”. Hizo la música de la película “El perseguidor”, de Osías Wilensky. En sus últimos años se presentó en el Café Mozart y en el Paseo La Plaza, con Facundo Bergalli en guitarra, Adalberto Cevasco en bajo y Minichillo en el ritmo. En 2001 y 2002 tocó a dúo con el guitarrista Amado Alonso en memorables conciertos auspiciados por la Fundación Konex.
Litto Nebbia rescató presentaciones radiales suyas de los años 60, y las editó en CD como “Rubén Barbieri radio auditions & El perseguidor”. Gremialista y periodista, en el campo societario se destacó su actuación en distintos períodos como presidente del SADEM (Sindicato Argentino de Músicos), gremio en el cual junto a quien esto reseña fue uno de los fundadores del Movimiento “Pro Unidad”, cuyo órgano de prensa fuera “El Metrónomo” (el tempo en músicos).
Rubén Barbieri no jugó al arte por el arte. Por lo contrario: desde el arte apostó a la vida, y en esa apuesta jugó todas sus fuerzas a lo nuevo. El tango no le era ajeno. Nos hizo conocer el aporte a este género musical proveniente de las formaciones de viento de la década del 20, y en ese sentido dio a conocer públicamente su observación sobre la afinidad en el concepto de orquesta de baile de dos grandes como lo fueron Osvaldo Pugliese y Count Basie. Fue impulsor de “Legistango” –ciclo que tengo el honor de dirigir–, presentado en la Legislatura porteña por el diputado Miguel Talento.
Compartió pláticas de análisis y mesas de camaradería con los integrantes de la agrupación “Baires Popular”, a la cual apoyó entusiastamente, hasta que, repentinamente, este grande de la música nos dejó con un final... fuera de programa.
Mario Valdéz
Construir el pasado
La cándida preceptiva escolar de los libros de lectura nos instó a “forjarnos” el porvenir como si el futuro precisara de fraguas, fuego y golpes de martillo. También nos impulsó a “construir” el mañana en la creencia ingenua de que es posible proteger la endeble adultez con muros infranqueables y apuntalar los desengaños con recursos de albañil.
Nadie nos alertó, en cambio, sobre la forma sutil en que se construye el pasado, sobre la manera casi imperceptible en que todos, sin excepción, nos vemos impulsados a la tarea de decirnos quiénes fuimos, para saber quiénes somos. Nuestra identidad no es más que la historia que le contamos cada día al niño insomne que llevamos dentro y que exige, para poder cerrar los ojos, que le relatemos una y otra vez los mismos hechos, en el mismo orden, con la misma entonación, tal como nosotros se lo exigíamos a nuestros padres en la infancia.
A diferencia de la construcción del porvenir, siempre faraónica en la imaginación de los discursos políticos y los textos escolares, el pasado se construye con restos inservibles salvados misteriosamente del fuego del tiempo, apenas con pelusas de colores que perduran como señales luminosas en medio de la oscuridad insondable del ayer. El pasado se construye igual que se enhebran los collares baratos: con piedras falsas pero vistosas, con chafalonerías que tienen el brillo del oro.
Ante la pregunta “¿quién soy?” cualquiera podría contestarse que es un montón de cuentas de colores como las que usaban los conquistadores para engañar a los indios, un montón de minúsculas esferitas de vidrio que pomposamente llamamos “recuerdos”.
La primera cuenta de mi collar es la de los veranos en Azul, el pueblo de mi padre que mis hermanas y yo creíamos un milagro de la geografía, un lugar mítico creado con la exuberancia de la imaginación paterna. La segunda, el piso de pinotea de la casa azuleña que crujía a nuestro paso en el silencio de la siesta. La tercera, los aparadores oscuros, con alzada, uno de los cuales traje desde allí a mi casa de Buenos Aires, para paliar el desconsuelo de que las alegrías parezcan siempre un atributo del pasado. Luego vienen las piedras gastadas de las cosas que me contaron, los recuerdos de recuerdos que son la argamasa del ayer. Allí están los dos perros de la infancia de mi padre, Jack y Sofía, que de tarde en tarde aparecen por la orilla del arroyo buscando el rastro de lo que se perdió para siempre y alzan al mismo tiempo sus hocicos negros tratando de reconocer aromas lejanos. Les acaricio la cabeza en el recuerdo del recuerdo y veo a Sofía, con esa expresión tan humana de los perros, reclamando que le quiten a Jack el anzuelo que por accidente se clavó en la boca. Luego los miro alejarse con aquel tranquito cansino de pareja vieja que me contó mi padre que tenían.
Después vienen las piedras opacas, las de los desencuentros, las de las muertes que dejan agujeros de silencio, las de las cosas que no se dijeron y ya nunca serán dichas.
Siempre, inexorablemente, pasamos las cuentas de una en una, como si se tratara de un rosario.
El pasado es también un relato, el de nuestro origen mítico, el de nuestra modesta epopeya personal que no le importa a nadie, excepto a nosotros mismos. Es una novelita con las tapas destartaladas y las hojas descosidas que viene con nosotros de mudanza en mudanza.
Esta vez no es la excepción. Cargo con la historia de pelusas que construí pacientemente y la traigo a la casa de Parque Chas.
Como todo relato, también el de nuestro pasado tiene una ubicación espacial, una escenografía. No me reconozco todavía en estas paredes recién pintadas, ni en las ventanas ni en las puertas compradas en una demolición donde se adivinan pasados de otros. En las ventanas hay paisajes estancados que fueron el fondo de otras historias y por las puertas entran fantasmas de muertos ajenos que me miran sin reconocerme y se van llorando porque jamás formé parte de las vidas que tuvieron. “El desencuentro no se acaba nunca”, me digo, mientras comienzo a narrarme el presente para convertirlo en pasado.
Mónica López Ocón
Rescate
Puente sobre el abismo
Julio Llamazares nació en León, España, en 1955. Poeta (La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve). Su primera novela es Luna de lobos; luego la notable Lluvia amarilla y Escenas de cine mudo, de donde proviene el siguiente texto. Sus libros, de ayer y hoy, son figuritas difíciles de conseguir en Buenos Aires; otra de las bondades a las que nos tiene acostumbrados el mercado, que casi nunca sabe de contenidos.
A veces pienso si mi obsesión por el tiempo no estará provocada por mi carácter errante, del mismo modo que mi pasión viajera ha hecho nacer en mí una particular mirada del paisaje.
Cuando uno viaja en coche por una carretera, no ve pasar en dirección contraria coches idénticos al suyo, sino manchas de colores tan hermosas y veloces como efímeras. Como tampoco ve, como vería si fuera caminando, casas y árboles estáticos, sino fugaces formas geométricas o abstractas que se pierden a ambos lados de su vista a la misma velocidad con la que él pasa. De ese modo, la mirada del viajero se transforma y el parabrisas de su coche se convierte en la pantalla de un cine móvil por la que el paisaje pasa como si fuera la cinta de una película.
Lo mismo ocurre, seguramente, cuando uno va viajando sin pararse por la vida. Las referencias se alejan como los árboles a los costados del coche que va corriendo por la autopista y, sin que nos demos cuenta, la velocidad del tiempo se acelera y aumenta de manera paralela a la de nuestra propia vida. Pero un día nos paramos, como el viajero que se detiene a contemplar el paisaje al borde de la autopista, y entonces nos damos cuenta del trayecto que hemos hecho y de las cosas que hemos perdido y nos invade de golpe todo ese vértigo que, mientras nosotros también corríamos, no habíamos advertido: el vértigo del tiempo y del paisaje, que huyen.
Tal vez por eso, los viajeros y los hombres errabundos (quiero decir: los que andamos por la vida sin destino) compartimos la misma afición a asomarnos a los puentes y a las fotografías. Tanto unos como otras nos alzan sobre el vacío –el del paisaje o el del tiempo, pero el vacío–; pero, a la vez, nos permiten soportar el fuerte vértigo que nos envuelve al mirarlo y atravesar los abismos que separan las orillas que ellos unen. Es lo que me ocurre ahora con esta fotografía que, rota por la mitad y unida con pegamento (aquel pobre pegamento que se solidificaba en invierno y había que deshacerlo calentándolo a la lumbre), me devuelve la memoria de una época y de un puente y funde, por eso mismo, en su propia condición los dos abismos: el de los muchos años que me separan de ella y el del puente al que me asomo, mirando hacia la cámara, junto con varios amigos.
Hay puentes, como fotografías, que parecen haber sido construidos, más que para salvar un río, para incitar a su contemplación al hombre que se asoma a sus estribos. Otros, en cambio, como los de las vías férreas o los enormes viaductos que sobrevuelan los ríos y las grandes autopistas, parecen, por el contrario, haber sido imaginados para llenarlos de vértigo o condenarlos al suicidio. Personalmente prefiero los primeros, esos puentes de piedra solitarios y antiguos, como los de los canales de Amsterdam o los de los peregrinos, que permiten al viajero apoyarse en sus pretiles y hundirse plácidamente en la profundidad del agua y, por reflejo de ésta, en la de su propio espíritu. Para alguien como yo, de ánimo errante y cansino y amante de la soledad más que de la compañía, nada hay más placentero que apoyarse sobre un puente y dejar pasar las horas viendo pasar la corriente. En la contemplación del agua que fluye bajo las sombras o en la del pescador que lanza su caña y va y viene por la orilla uno siente una emoción que, contra lo que normalmente ocurre, es tanto más intensa y duradera cuanta menos consciencia exige.
El puente de La Salera, aunque de piedra y humilde, no era, sin embargo, de estos últimos. Alzado al final de Olleros para permitirle al tren atravesar el reguero que bajaba del hayedo, se alzaba sobre un barranco excavado en plena roca por el agua y por los corrimientos de tierra que provocaban en la montaña los continuos hundimientos de la mina. Desde él, según contaban, despeñaban en la guerra a los mineros (aunque, según decían también, algunos ya estaban muertos antes de llegar abajo) y desde él se tiró una noche aquella vieja borracha que vivía todavía en un cubil, la única en todo el pueblo, y que se pasaba el día gritando y hablando sola o rondando por el pueblo como un perro vagabundo. Pero, cuando se tomó esta fotografía, yo ignoraba todavía lo que era la locura –y de la guerra sólo tenía una noción muy difusa– y el puente de La Salera era uno de mis sitios preferidos. A él iba muchas tardes para ver pasar el tren o para correr delante de él jugándome la vida (sin pretil al que subirse, y con el precipicio al lado, no había hasta su final escapatoria posible) y para fumar los cigarros que le robaba a mi padre o fabricaba yo mismo con el tabaco de sus colillas. Y a él íbamos también cuando pasaron los años y nos hicimos mayores todos los que aparecemos en esta fotografía para admirar a escondidas y en secreto las pinups, las postales de mujeres, actrices normalmente (recuerdo todavía la de Ann Margret, la de Esther Williams, la de Kim Novak, la de Ava Gardner y, por encima de todas, la que a mí más me gustaba: la de una jovencísima Marilyn Monroe luciendo un pelo rubio como el centeno y un bañador tan rojo como sus labios), que nos traía Celino, un mendigo que pasaba cada poco por Olleros pidiendo de casa en casa y durmiendo en los portales, y que, al decir de la gente, pedía porque quería (según parece, Celino, que era de un pueblo cercano, era de buena familia), y para masturbarnos juntos al amparo de la bóveda del puente y bajo la turbación morbosa de aquellas fotografías.
Esa misma turbación, aunque de origen distinto, es la misma que ahora siento ante esta otra postal que el destino me devuelve para hacerme recordar aquellos días. En ella no hay actrices de miradas acuosas y cuerpos semidesnudos, sino cinco muchachos que me miran desde lo alto de un puente que a lo peor ya ni existe aunque en la fotografía siga anclado en el abismo. En el abismo siguen, ya para siempre inmóviles, los muchachos y el cielo y el tren que se alejaba echando humo hacia la mina. El abismo concentra las miradas de todos –las de quienes, desde fuera (el fotógrafo y yo), lo miramos y la de quienes lo contemplan desde arriba–; pero el abismo que ellos ven y el que yo veo ahora no es el mismo. El que ellos ven es el que salva el puente y el que en el puente encuentra justamente su sentido. El que yo veo ahora se abre entre ellos y yo y es tan profundo y oscuro que ni siquiera la mirada del fotógrafo que, sin saberlo, comenzó a abrirlo aquel día me sirve ya para poder cruzarlo sin que el vértigo del tiempo me llene de nostalgia y de melancolía.
Julio Llamazares
El panqueque cósmico
El Buenos Aires del siglo XX tuvo sus ya legendarias “Lecherías” que prácticamente desaparecieron con el siglo.
Se trataba de un ámbito aséptico, con mesas de mármol y blancos azulejos en las paredes. Lugar silencioso al que concurría un público heterogéneo aunque con el común denominador del consumo lácteo, y si bien no necesariamente abstemio, posiblemente no bebedor habitual de alcohol, y de recursos modestos dado lo económico de sus productos.
Algunos tangos, irónicamente hacen mención de las lecherías, entre ellos “Seguí mi consejo” de Eduardo Salvador Trongé y música de Salvador Merico: “No vayas a lecherías a piyar café con leche” (...).
La lechería era la otra cara porteña del bodegón o del almacén con despacho de bebidas alcohólicas, pero ambas convivían pacíficamente.
Además de la leche fría con vainillas y el clásico café con leche, había una gama de opciones gastronómicas: pebetes de queso o jamón y queso, jugos de frutas exprimidas, arroz con leche, cuajadas que luego cedieron el lugar al yogur, el infaltable Toddy, flan con crema o dulce de leche, copos de maíz...
Cuando todavía no existían los “Pumper Nick” que invadieron la década del 70 y luego los híbridos y plastificados “Mc Donald’s” y “Burger King”, una variante de las lecherías eran las tradicionales “martonas”, es decir “La Martona”.
Se trataba de lecherías con la particularidad del agregado del mostrador “herradura” que oficiaba de mesa colectiva, y por cuyo espacio interior, varios mozos se movían. Los clientes ocupaban banquitos altos y quedaban a la espera de que el azar designara el mozo que lo atendería.
Las martonas se diferenciaban del bar tradicional, donde cada mozo atiende un sector o una cantidad de mesas fijas.
A pesar de no poseer la magia del bar sin apuro del “Cafetín de Buenos Aires”, tenían un clima especial. No era un espacio para el diálogo. Quizá para concurrir sólo con algo de ritual silencioso por lo individual de los asientosbanquetas y la mesa mostrador compartida.
La leche extraída por bombeo de un tanque metálico llegaba al vaso con alguna burbuja que creaba la ilusión de un fresco ordeñe.
Otro código era el que regía cuando se solicitaba un huevo pasado por agua o dos y consistía en preguntar los minutos. Por ejemplo: “Huevo al agua, tres minutos” o “par al agua tres minutos y medio”. Generalmente no se respetaban los tiempos y lo conveniente, para no recibir el o los huevos crudos, era pedir cuatro o más minutos, cosa de asegurar una cocción de tres.
Pero una especialidad, casi exclusiva de las martonas, eran los panqueques con dulce de leche, miel o crema. Eran diferentes de los caseros. Estos finitos y flexibles, muy cercanos a la masa de un canelón. Aquellos, gruesos y ligeramente esponjosos.
Años más tarde aparecieron en algunos bares llamados “americanos” y como novedad llegada del exterior, un tipo de panqueques similares a los de la martona. Se los llamó lo que fonéticamente se pronuncia “bafle”. Luego, como todas las modas, se extinguieron.
Los de la martona permanecieron.
Parte de la magia de los panqueques martonenses lo constituía su elaboración bien a la vista.
Cuando se pedía un panqueque de dulce de leche, el mozo repetía “panqueque dulce” omitiendo “de leche”. Inmediatamente, quizá como señal recordatoria, ponía sobre la herraduramesa un tenedor, cuchillo y servilleta de papel. Después de la circulación por la barra continuando la atención, se dirigía hacia la trastienda del local, rumbo a la cocina y piletón de lavado. En este camino, a la entrada misma de esos lugares ocultos, se encontraba una plancha metálica con sus picos a gas permanentemente encendidos. A un costado estaba una olla grande que contenía la masa líquida para elaborar el panqueque, un cucharón y una paleta para evitar el pegado y posteriormente darlo vuelta.
Y aquí empezaba la apasionante cosmogénesis:
El mozo a quien se había solicitado el pedido se convertía en un solemne demiurgo que derramaba la cantidad exacta de materia para el nacimiento del panqueque. Siempre lograba un círculo perfecto y coronaba esta exactitud pasando la parte convexa del cucharón por la masa, ya en proceso de cocción, para asegurar una equitativa distribución.
“Alea jacta est” (la suerte estaba echada) y se iba prosiguiendo su recorrida por la herradura. Daba la impresión de un tácito desentendimiento de la elaboración iniciada.
A partir de ese momento comenzaba una carrera cósmica.
El Big Bang ya era un hecho.
De la nada hacia la gestación del universo del panqueque.
Una pequeña y asombrosa historia cósmica iniciaba su efímera existencia.
Un mozo cualquiera iba a pasar por la precisa coordenada espaciotemporal y, en el momento justo, haría interceder una paleta entre el dorso del panqueque y la plancha caliente evitando así una cocción despareja o su eventual quemazón.
Más tarde otro mozo o, quizás el azar determinara que fuera el demiurgo inicial, con acrobática destreza y a modo de salto mortal, lo daba vuelta quedando a la vista una transformación asombrosa:
Lo que fuera una amarilla masa líquida, convertida en una compacta superficie marrón.
La historia natural del panqueque proseguía la ruta irreversible del espaciotiempo.
Cuando el tiempo cósmico lo marcara, el mozo demiurgo, quizás impelido por un reloj interior, pasaría frente a la plancha metálica del fuego eterno, para encontrarse con la criatura circular con textura y color perfecto: El panqueque había cumplido su destino existencial.
Colocado en un plato metálico esperaba la abundante porción de dulce de leche y era llevado ante el verdugo comensal para su inevitable paso hacia la muerte.
Jamás se supo de un panqueque quemado o desparejo, ni disputas por los méritos de su elaboración colectiva en el silencioso éxito sin planificación.
La sincronización se cumplía cual destino fatal e inexorable.
Todo esto es un recuerdo algo melancólico y teñido de nostalgia. Ya no hay martonas. Es lamentable y no se trata de una actitud reaccionaria y conservadora frente al progreso, sino que surge como defensa frente a los patéticos Burger King y Mc Donald’s donde está estudiado cada centímetro cuadrado y cada segundo. Un espaciotiempo para más efectivas ganancias y con empleados, auténticamente empleados, porque necesitan trabajar y no son los culpables de un sistema. Adiestrados –más bien amaestrados– para sonreír y tener buenos modales. Ante el pedido de un cliente se pone en funcionamiento un ritmo febril y general. Un movimiento más parecido a una bolsa de comercio que a un universo estético.
No es una queja o añoranza de pasado, sino una posición: Jamás renunciar a la Poesía.
Otto Carlos Miller
Gavilán pollero (no cualquiera)
Hay destinos y destinos, y como siempre nada fácil parece ser el camino de cada destino. Pero el que nunca tuvo problemas, o al menos no parecía tenerlos ni siquiera desde el principio, era el gavilán pollero. Dicho gavilán, ajustado él a su rol en la vida sin sobresaltos, entiéndase comer pollos, era personaje invitado en el eterno Gallo Claudio, uno de los dibujos animados que veía de pibe y que cuando la suerte quiere vuelvo a encontrar en el desierto televisivo de hoy. El gallinero está regenteado por Claudio. ¡Lanza la bola, chico!, decía o sigue diciendo Claudio, y el pollero gavilán respondía que a él no le interesaban las bolas lanzadas, sino comer, degustar, manducar, pollos, y que como Claudio era pollo lo definía, por lo tanto, como su hipotética comida. Ahora bien, la pregunta es, ¿qué tan difícil es convertirse en un gavilán pollero? Aparentemente entre los gavilanes no representa un problema mayúsculo a partir de lo aprendido en mi querido dibujito animado. Desde chiquito nomás el gavilán o gavilancito persigue pollos, no le hizo falta ni mamá, ni papá, ni escuela; el gavilucho ya sabe, de movida, que él debe comer pollos. Por la casa de los gavilanes todo bien, pero qué pasa con los hombres, qué pasa, no digo ya con la intentona un tanto fantástica de convertirse en gavilanes propiamente dichos (sólo es posible mutar en gavilanes, águilas, y demás rapiñeras, pero en los territorios del mercado libre, ellos tienen la exclusividad), pero la pregunta está dirigida a la, en apariencia, fácil tarea de degustar pollo, como si se fuera gavilán pollero, pero sin serlo, como jugando a ser un pollero gavilán que se abalanza sobre Claudios indefensos.
Pero no todos los hombres pueden comer pollo, no señor; un puñado de extrañas historias y situaciones ha llevado a ciertos hombres (narrador incluido) a reflexionar sobre los peligros en la ingesta de los plumíferos bataraces que hoy ya no lo son tanto.
Pollos de campo, de criadero, pollos mutantes, pollos de parrillas al paso, pollos al horno, pollos en la obra; nunca mi viejo tuvo problema alguno con la lastración del pollo. Nunca hizo diferencias entre las nacionalidades de los pollos, comió pollos en Boedo (es cierto que no muchos cuando el conventillo a metros de Independencia y Castro Barros; la pobreza no era joda allá por el 40), comió pollos en Martín Coronado, y comió pollos en las diversas obras a donde el laburo lo llevaba. Yo mismo he comido pollos en los mismos lugares en que los lastró mi viejo, o sea me declaro su igual, pero eso sí, yo nunca llegué a merecer la reflexión acuñada por Carlitos, el boquense que laburaba con mi viejo, cuando al referirse a la panza o busarda de mi progenitor lo hacía a través de la siguiente consideración: la panza del Pato es un cementerio de pollos. Ahora que anoto Pato, que me repito que el Pato tiene un cementerio de pollos en la panza, me digo que había sido extraño el indicado Pato, y que podría serlo aún más si yo me pusiera a contar anécdotas pero, al menos, con caníbal, papá, nada que ver.
Pero no cualquiera es como mi viejo (además como es mi viejo es lógico que pase por el mejor); es más, de pibe, acompañaba a su mamá, mi abuela Angela, a comprar pollo al mercado Ideal de los hermanos Victorio y Valentín Campolo, los dos ex boxeadores, en Independencia y Colombres. Cuál quiere, era la pregunta del pollero (el señor, no el gavilán), y la mamá/abuela contestaba “Ese” y apuntaba con el índice. El pollo era atrapado al instante, al instante también era retorcido su cogote y antes de que terminara de morir el plumífero que se había sacado la lotería del momento, ya estaba prácticamente pelado; el pobre se iba hacia el frío en la bolsa de la abuela. Mi viejo fue testigo y siempre comió pollo, y porque él comía pollo pudo, porque así lo quiso y porque plumas (según Carlitos) no le faltaban, ser un gavilán pollero; pero otros no, otros jamás podrían serlo, y esta nota, como se avisa más arriba, es sobre los que no comen, por diversas y misteriosas razones, la carne de los naturales del gallinero.
Ricardo, el Profe, hacía de su mesa en el “Margot” su casa de altos estudios ciudadanos. Cuidado por Osvaldo, el amigo mozo, se dedicaba a la sana reflexión. Ocurrió que un día Ricardo estaba en plena descripción de su última cena, y una amiga que ocupaba un lugar en la misma mesa preguntó, ¿No come pollo, Ricardo? El Profe hizo un silencio, le pego un par de besos a la pipa, la retiró con la mano derecha y contestó, No..., pollo comen los suicidas, y luego guardó silencio. La frase me quedó en la memoria para siempre, pasan los años y sigue ahí y ahí sigue también su continuación, porque Ricardo dijo algo más, nada era gratuito en las palabras del Profe, y entonces, convencido del compromiso con su reflexión, entonó la segunda frase, que como letanía de pelota Pulpo, rebota entre las paredes apenas alisadas de mi memoria, Los pollos... cuando tienen hambre... se comen entre ellos..., no hacen nada, no caminan, no cogen..., un asco. El Profe me llegó a decir que consideraba como un intento de asesinato cuando algún distraído ofrecía pollo en una comida. Cuando Ricardo se enfermó, me confesó que se había visto obligado a comer pollo; y recuerdo que la última vez que lo vi, cuando estaba internado en un hospital y mi visita llegaba a su fin, me miró y me dijo, Edgardo..., ¿a vos te parece?, me dan pollo, ¿podés creer? Ricardo sigue de ronda en el “Margot”, Osvaldo sabe, algunos saben, y a mí siempre me atrajo su apreciación sobre los pollos, por eso en esta pequeña recorrida, se lleva el primer lugar.
Otro caso de no unión a la tendencia pollicida de muchos habitantes de estas tierras, es la historia que carga el poeta Hugo Ditaranto. El poeta tampoco come pollo, y su negativa tiene su origen en la figura del terotero. Si bien Ditaranto sigue siendo un pibe, alguna vez lo fue más; y es ese pasado de niño abierto a todos los estímulos, diría que mientras se nutría para sus años poéticos, fue cuando nació la negativa. El terotero vivía en el terreno del fondo, y también el fondo estaba habitado por un gato angora gris; quizás un adorador del gato negro más famoso a la hora de anotarse en historias de sangre, el misifús, en uno de los tantos recreos éticos que se presentan a hombres y bestias a lo largo de la vida, sintió el impulso de acercarse al terotero y de mandar a bodega el dicho plumífero. Pero algo ocurrió y no llegó a degustar, el felino sólo ocasionó un destrozo. Huguito buscaba el terotero, ¿Dónde está mi terotero?, preguntaba. Mamá dijo que se había ido, pero papá Ditaranto, el mago, como progresista que se reconoce como tal, decidió enseñarle a Hugo lo que había quedado del terotero, para que el pibe vaya sabiendo de la vida. Así como el terotero acabó por finirla, el gato, que también era amigo de Huguito, desapareció; nunca más volvió a la casa de los viejos. A resultas de este hecho el poeta Hugo Ditaranto no come pollo, ¿por qué?, porque nunca dejó de ver, en cuanto plumífero que había sido llamado al reino del señor de los pájaros y asociados, al amado terotero.
La culpa de que mi tío Juan no coma pollo la tiene la hornalla de la cocina. Así de simple, el fuego purificador que para tantas cosas es tan útil, actuó como elemento desencadenante, pero con indicador negativo en relación a esta fuente alimenticia, y dicho resultante se convierte además en rareza por el simbolismo implícito contenido en herramienta tan generosa como la hornalla a la hora de la manducación. Con todo lo demás que haya o pueda ser pasado sobre una hornalla, mi tío Juan no tiene problemas, a lo sumo pregunta precisos detalles sobre las ideas políticas de la vaca o si su grupo sanguíneo es compatible con el uso de chimichurri. Pero con el pollo no se jode, y cuando algún irresponsable o ser despiadado insiste para comer pollo en su casa, mi tío Juan se mantiene a prudente distancia del susodicho que come y el que espera (ser comido). El, mi tío Juan, piensa que nadie lo ve, pero yo sí lo he visto mirar el cuerpo con desconfianza, como con miedo, como esperando un aroma. Luego, en casa de mi tío Juan no se cocina pollo, sólo puede ser comprado cocido. Mi tío cuenta que la madre, doña Malke, cada vez que compraba pollo se aplicaba de manera minuciosa en la quema o depilación a fuego de los canutos donde antes habían florecido las plumas, entonces ahí el horror, ¿dónde quemaba Malke los canutos desgarrados?, sí, Watson, elemental, acertaron, exactamente en la hornalla de la cocina, y el olor, el aroma, la baranda, y esa apestosa apestación a canuto muerto, algo así como en busca del canuto quemado y perdido, podría escribir mi tío en su cama a la manera de Proust (¿alguien sabe si comía pollo?).
Juan “Tata” Cedrón es otro que no come pollo, pero él no lo hace por una cuestión que tiene que ver con el sexo. No porque discrimine a aquellos que practican la unión íntima entre el pollo y el humano, la cuestión de Tata, y que juzgué de manera apresurada la primera vez que se la escuché, bien podría pasar por una humorada, una más de las que pronuncia con total seriedad esperando las reacciones (eso lo divierte mucho), pero la volví a escuchar otras veces. El “Tata” Cedrón hoy no come pollo porque está convencido de que el plumífero viene acompañado de un corpiño para que use el comensal luego de la ingesta de producto tan pichicateado. Ante la afirmación de que muchas son las porquerías que nos comemos sin saber, él insiste en al menos cuidarse de las tetas, que serán muy compañeras, pero tampoco la pavada.
Finalizada la lista de los que nunca, por una u otra razón, llegarán a gavilán pollero entre los hombres de bien, me falta alguna reflexión final; me digo que todos estos tipos aquí nombrados no comen ni comieron pollo, pero hoy tampoco comen sapos; me digo que la experiencia de vida te puede salvar del plato nacional, me digo que hoy hace falta cada vez más gente que no coma sapos, y quizás el secreto esté en primero no comer pollo (se matan entre ellos) para luego no comer sapos (pobres sapos que nunca supieron de políticas). Alguien que gusta de buscar quintas patas a los gatos, me diría, Pero, ¿y tu viejo?, ¿él hoy come sapos porque siempre comió pollo?; No, él no come sapos, como es mejor (es papá), puede las dos cosas, no come sapos y sabe ser gavilán pollero.
Edgardo Lois
.
TESTAMENTO
Dejo
mi olor a cigarrillos,
algunas deudas,
un montón de papeles bien pensados
pero mal escritos,
mi amor por la ciudad
y por los chicos
(cuanto te hiciste grande
ya no nos comprendimos).
Dejo unas llaves
y unos vestidos.
También un puesto municipal
que no me ha servido para los domingos.
Y me dejo a mí misma
hoy, que no lloro
para que nadie llore.
Margarita Durán
Queremos decirles que...
El vivo y el zonzo
Los porteños podemos disfrutar del culto al pícaro que supimos construir. Como nadie, damos crédito a que “el vivo vive del zonzo y el zonzo de su trabajo”. El crédulo, el que piensa que nadie miente porque él no miente, en definitiva “la víctima”, pasa a ser estigmatizado por tonto. Y el timador, un “vivo bárbaro”, un “winner”, simpático, agradable, dicharachero...
Eduardo Ordóñez desparrama su afabilidad de laburante desde hace unos cuantos años en el Boedo que lo vio crecer. Le gusta contar la historia familiar. Luce con orgullo la foto del boliche que fundó su viejo en el centro de la ciudad. Se emociona con los recuerdos. Y si uno se prende en el cambio de figuritas, él está siempre dispuesto a conseguirte “la difícil”, de puro bonachón. ¡Alerta, aves rapaces! Alguien que se sensibiliza puede no ver lo que tiene delante de sus ojos todos los días, como la carencia de número en una factura, o del pie de imprenta.
A Eduardo, hace unos quince días, lo visitó un atildado señor que lo convocó a hablar de su historia. –El diario La Razón va a sacar un suplemento con los viejos comercios de Boedo –le dijo. Y ahí nomás lo entrevistó y lo puso al tanto de la conveniencia de publicar un aviso de su comercio, para lo que le solicitó un adelanto de treinta pesos, con boleta “oficial” y todo. Eduardo, todavía “planeando” sobre la evocación, no advirtió los detalles “truchos” y pagó. Y siguió pagando porque se tuvo que aguantar las cargadas: ¡Te hicieron el cuento del tío!
Venimos de años de pizza con champán donde los pícaros se encaramaron hasta en la Corte Suprema. Renegamos de semejantes aberraciones pero internamente todavía no terminamos de sacarnos el estigma de sonreír ante el timador y menospreciar a la víctima. Cuesta –cuesta arriba– salir de la categoría de zonzo si uno pretende vivir de su trabajo. Aún sobreviven muchos “vivos” que medran con el esfuerzo ajeno.
Mario Bellocchio