9.3.07
Nº 61 - Marzo de 2007
SUMARIO
* Una mujer en el grupo Boedo (César Tiempo y Clara Beter) por Mario Bellocchio.
* Adolfo Bellocq, un Artista del Pueblo por Carlos Caffarena.
* La Plaza. Ahora hay que hacerla. Informe sobre la promulgación de la Ley.
* Callejeando historia: Carlos Morel, primer pintor nacional por Diego Ruiz.
* Vestidos de cartulina por Mónica López Ocón.
* Lejana Buenos Aires... (Mujeres a la distancia): Helsinki por Marta Kapustin, desde Frankfurt y Esos días de tango por Paola Arcila Perdomo, desde Colombia.
* Una joven mirada crítica por Pablo Bellocchio.
* Ojeadas idiomáticas (Nuestras apropiaciones) por Mario Lach.
Historia barrial: Cenizas en el tiempo (Cuando la calle Guanacache era un infierno) por Luis Alposta.
* Alto en el cielo. Edgardo Lois y la tentación de sentirse un dios cotidiano.
* POEMA: Martha Centeno en el corazón de Buenos Aires. Por Alberto Cousté
* EDITORIAL: Cumplir con la ley. Por Mario Bellocchio
Una mujer en el Grupo Boedo
Una “travesura” juvenil que se transformó en suceso editorial. Clara Beter “convivió” en la bohemia de Boedo. Hace 101 años comenzaba el tiempo de César Tiempo.
Hubo una época en que el meridiano de la literatura nacional pasó por Boedo. Boedo es una calle y un barrio. Una calle que nace en Almagro y termina en el Parque de los Patricios y un barrio que crece hacia arriba y no se detiene jamás (1). Jamás. Sigue andando al compás que le trazaron sus prohombres, tratando tozudamente de seguir sus huellas.
Israel Zeitlin supo de aquellos pasos casi desde el adolescente comienzo. Hacía apenas un año que el certamen del diario “La Montaña” (1923) había reunido a cinco escritores cuya proximidad en el concurso generó el mutuo conocimiento y el nacimiento, formal, del Grupo Boedo. Zeitlin, un joven de 18 apenas, ya compartía reuniones e inquietudes con los “viejos”: Alvaro Yunque –35– o Elías Castelnuovo –29–, considerados algo así como “socios fundadores” junto a Roberto Mariani, Leónidas Barletta y Manuel Rojas. (2) La imprenta de Rañó, en Boedo 837, y la publicación de Antonio Zamora “Los pensadores” fueron el primer cobijo de los que querían construir “el arte para la revolución”, los escritores con inquietud social de la proletaria Boedo, contrapuesto a la “revolución para el arte” (3) de la aristocrática Florida. ¿Cuál fue la génesis de la audaz aparición de Clara Beter, una mujer de “vida airada” entre tantos impetuosos literatos sociales?
Un día recibí un regalo inesperado: los Diálogos de Platón. Quedé impresionado por la sentencia atribuida a Sócrates que reza así: “Un poeta, para ser un verdadero poeta, no debe componer discursos en verso, sino inventar ficciones”. Sugestionado por la sabia recomendación y, sobre todo, ganoso de dar candonga a los camaradas mayores que se resistían a creer en el talento del mequetrefe, el tal escribe una poesía dedicada a Tatiana Pavlova, la gran actriz italorrusa que por aquel entonces arrebataba al público de Buenos Aires. Yo no había cumplido aún los dieciocho años. En el poema que se dirige a Tatiana, le pregunto si no se acuerda de su amiga de la infancia Kátinka. Firmo los versos como Clara Beter y los deslizo ante la redacción de la revista Claridad. A los pocos días de publicado el poema el crítico uruguayo Zum Felde consagró a la nueva poetisa Clara Beter su glosa de "El Día", de Montevideo, comentando la desgarradora tragedia de la desconocida. A partir de ahí tuve que seguir inventando. Por lo pronto le asigné a la autora un domicilio legal en una pensión de la calle Estanislao Zeballos, de Rosario, donde se hospedaba un íntimo amigo mío, Manuel Kirschbaum. El improvisado corresponsal era el encargado de enviar desde Rosario los nuevos poemas a Claridad, pero cometió el error de escribir a máquina algunos textos, lo que hizo entrar en dudas a Elías Castelnuovo. Como se sabe, la autora debía ser una pobre "calienta camas", según la jerga popular. Castelnuovo, obstinado en averiguar más sobre el asunto, envió a dos íntimos amigos suyos a visitar la pensión con resultado negativo: en la pensión no estaba Clara Beter ni se la conocía. Desanimados, los emisarios rumbearon para los barrios bajos, donde encontraron increíblemente a una de las pupilas francesas escribiendo un epitafio rimado para su hijo, que acababa de perder. Aquí ya todo empieza a tornarse folletinesco. "Vos sos Clara Beter", le gritaron emocionados los emisarios. Pero también allí se dieron cuenta del fracaso, considerándose que la poetisa quería pasar inadvertida y en el anonimato. El libro "Versos de una..." tuvo un éxito resonante. Los críticos de varios países le dedicaron elogios; la fábula y la fantasía hacían aparecer a la autora en distintos sitios de Buenos Aires con nombres supuestos y todos querían encontrarla. A esta altura, la superchería adquiría proporciones peligrosas para el verdadero autor: o sea yo. El libro apareció traducido al alemán y Rómulo Meneses escribió un largo ensayo en su libro “Nuestra Unidad” donde caracteriza a Clara Beter: “Una mujer que el duro pleito de la vida hiciera caer hasta las bajas sentinas del vicio, redimida por sí misma, por su talento, y la propia religión de sus sentimientos, nos dice ahora en sus versos y recuerdos el dolor quemante de los lupanares..., etc.”. Castelnuovo, en tanto, había prologado el libro de la Beter y todo seguía misterioso. Hasta que un día un amigo cometió la ligereza de enviar el libro al certamen Municipal, donde debían figurar mis verdaderos datos. Esos datos aparecieron poco después en La Prensa. ¿Es necesario que le diga que prácticamente tuve que exiliarme porque el grandote Castelnuovo me andaba buscando? Ahora ha pasado tanto tiempo y ya no sé si en realidad fue una broma... (4)
Me entrego a todos, mas no soy de nadie;
para ganarme el pan vendo mi cuerpo;
¿qué he de vender para guardar intacto
mi corazón y el cofre de mis sueños? (5)
Clara Beter no logró compartir las pobladas mesas de los bares de Boedo, pero habitó las mentes de sus escritores y de sus lectores mientras duró la superchería y mucho más allá del cálculo que “ella misma” planificó para su existencia. La audacia juvenil había movilizado de una manera diferente al grupo nacido para la trascendencia. Y “Versos de una...” se constituyó en uno de los sucesos editoriales e indudable catapulta para Israel Zeitlin, ya conocido, para siempre, como César Tiempo.
El grupo de Boedo estaba integrado por hombres [...] como si el amor por la humanidad que proclamaban con sus plumas excluyese el amor por las mujeres, como si la única compañera posible fuera la Revolución. Sin embargo, un nombre de mujer, Clara Beter, entreveraría sus sueños con los soñadores de Boedo. (4)
Recopilación de Mario Bellocchio
(1) César Tiempo; Pequeña cronistoria de la generación literaria de Boedo; “Argentina de hoy”, Bs. As., noviembre de 1953.
(2) Los cinco escritores que, según Elías Castelnuovo, constituyeron el grupo inicial.
(3) Cómo definía la controversia Leónidas Barletta en su libro Boedo y Florida.
(4) Palabras de César Tiempo extraídas del reportaje titulado La verdadera historia de Clara Beter publicado por la “Revista Mercado” del 7 de junio de 1979.
(5) Poema de Clara Beter titulado “Quicio”.
Israel Zeitlin (César Tiempo - Clara Beter): Ucrania, 3 de marzo de 1906 / Buenos Aires, 24 de octubre de 1980.
Adolfo Bellocq. Un Artista del Pueblo
Hacia la segunda década del siglo XX, las artes plásticas argentinas comienzan a recibir el aporte renovador de un numeroso grupo de artistas, quienes, a través de nuevas concepciones en formas y matices, impulsan cambios sustantivos en el panorama de la pintura y la escultura, por entonces dominadas por un envejecido academicismo.
Junto a los ya consagrados De la Cárvova, Collivadino, Quiroz, Fader y Ripamonti, aparecen artistas que con el tiempo resultarán figuras destacadas de la plástica: Silva, Victorica, Bigatti, Forner, Domínguez Neira, Pettoruti, Guttero, Badii, Butler, Spilimbergo, Curatella Manes, Sibilino, Fioravanti, entre otros. Ellos conformaron la denominada vanguardia artística que se autoimpuso encontrar nuevas expresiones de la realidad profunda del país a través de la revitalización del lenguaje plástico.
Algunos se agruparon con otros jóvenes artistas y escritores en torno de la revista “Martín Fierro”, con sede en la calle Tucumán 614, dando forma al que se conoció como Grupo Florida.
Mientras tanto otros artistas comenzaron a trabajar en un marco que ponía énfasis en los problemas sociales del país. Eran los pintores y grabadores José Arato, Guillermo Facio Hebequer, Abraham Vigo y Adolfo Bellocq, quienes se iniciaron, en 1913, en los talleres de la Asociación Estímulo de Bellas Artes. En 1914 se unió al grupo el escultor Agustín Riganelli. Con estudios elementales algunos de ellos, su educación la habían realizado en bibliotecas anarquistas y socialistas. “Qué es el Arte” de Tolstoi, “El arte desde el punto de vista sociológico” de Guyau y “El arte y la vida
social” de Plejanov, constituyeron parte de su literatura formativa. En sus comienzos se reunían en los talleres de Santiago Palazzo o de Facio Hebequer, ubicados en el barrio de Barracas, por lo que se los conoció como Grupo de Barracas, el que posteriormente dio origen al Grupo de los Cinco. A partir de 1919 comenzaron a relacionarse con la Editorial Claridad, de Antonio Zamora, ubicada en el barrio de Boedo, y con sus escritores más notorios: Elías Castelnuovo, Leónidas Barletta, AlvaroYunque y Gustavo Riccio -el Grupo Boedo-, a quienes aportaron grabados y dibujos y, ya en su condición de Artistas del Pueblo, ilustraron muchas de las publicaciones editadas por Claridad. La relación entre pintores y escritores resultó fundamental en la definición de sus principios ideológicos.
Las diferencias de los Artistas del Pueblo con el vanguardismo del Grupo Florida serán notorias. Aquellos rechazarán las conquistas formales de la renovación impulsada por el grupo de artistas y escritores de Florida por considerar que el arte debe estar al servicio de la voluntad revolucionaria que anima a los sectores populares.
El arte, como instrumento de denuncia político-social que muestra las crueldades e injusticias a que son sometidos los sectores más humildes y desprotegidos de la sociedad, tiene antecedentes en obras tales como “Una comida de niños en Galicia”, de Severo Rodríguez Etchart; “El despertar de la criada”, de Eduardo Sívori; “Sin pan y sin trabajo”, de Ernesto de la Cárcova, o la “La sopa de los pobres”, de Reinaldo Giudice.
Sin embargo encuentra en los Artistas del Pueblo especializados en utilización del grabado, además de una temática renovada, una suerte de democratización de las ideas. El propio Facio Hebequer señala: “La voz del grabado es hoy la voz que llega a todos los rincones del mundo. La facilidad de su reproducción produce la multiplicación fantástica de la estampa, conservando lo mismo su nobleza artística y espiritual.” “Fue por esto, quizá, que se volcaron hacia el grabado los artistas revolucionarios que aspiraron a comunicarse con las multitudes”.
Basados en esos conceptos, facilitaron la apropiación de esas imágenes por parte de quienes menos podían.
En este marco, comienza a desarrollar su trabajo Adolfo Bellocq. Nacido en Buenos Aires el 2 de marzo de 1899 y considerado un autodidacta, realiza entre 1911 y 1917, prácticas técnicas en diversos talleres gráficos especializándose en el grabado.
Es en el aspecto de la imaginación donde se destaca respecto de sus contemporáneos y compañeros de grupo. Su obra ofrece a la par que una concepción verista de tipos y costumbres, la impronta imaginativa inspirada conceptualmente en los maestros del grabado, el alemán Albert Durero y el español Francisco de Goya, cuyas obras había analizado y estudiado durante su viaje a Europa, en 1922.
En 1927 expone por primera vez en Amigos del Arte. Un año más tarde comienza su tarea de jefe del taller de grabado en la Escuela Superior de Bellas Artes Ernesto de la Cárcova y profesor de grabado en la Escuela de Artes Decorativas de la Nación. En 1931 organiza la primera Exposición del Grabado Argentino.
Sus obras más difundidas son las 169 xilografías con que ilustró el Martín Fierro, editado por Francisco A. Colombo en 1930.
Premio único en grabado en el Salón Nacional de 1929; Medalla de Plata en la Exposición Internacional de París de 1937, su obra está expuesta en el Museo Nacional de Bellas Artes y en museos de La Plata, Rosario, Santa Fe y Paraná.
Entusiasta organizador de talleres de grabado -cincografía y xilografía-, su labor pictórica, inspirada en temáticas históricas, realistas y alegóricas, se destaca por una nutrida incorporación de elementos fantásticos e imaginarios. El realismo representativo es el común denominador en pinturas caracterizadas por colores vivos y vigoroso empaste.
Este entrañable artista, el más longevo de los Artistas del Pueblo, falleció en Buenos Aires el 5 de marzo de 1972, tres días después de haber cumplido sus 73 años.
Carlos Caffarena
BIBLIOGRAFIA:
María Laura San Martín, Pintura argentina contemporánea, Editorial La Mandrágora, Bs. As., 1961.
Alberto H. Collazo, Facio Hebequer, Centro Editor de América Latina, Bs. As., 1980.
C. Córdoba Iturburu, 80 Años de pintura argentina, Ediciones Librería La Ciudad, Bs. As., 1981.
Jorge López Anaya, Historia del arte argentino, Emecé Editores, Bs. As., 1997.
La plaza. Ahora hay que hacerla
Con la publicación en el Boletín Oficial Nº 2623 de la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires –en su apartado “leyes”– quedó definitivamente promulgada la ley Nº 2266.
Conseguido el instrumento legal se impone no caer en la relajación que la dura lucha sostenida insinúa instalar.
Quedan por delante duras etapas que comienzan con la tarea judicial de expropiación, lo que incluye la vigilancia del predio para evitar tanto ocupaciones ilegales como desguaces indeseados.
La planificación de la plaza que queremos no debería desechar experiencias anteriores recientes como la de los Vecinos de Irala que lograron el bello parque que hoy pueden lucir con orgullo. Prometemos al respecto una entrevista a los mentores del movimiento.
Transcribimos lo publicado en el Boletín Oficial:
Buenos Aires, 5 de febrero de 2007.
En virtud de lo prescripto en el artículo 86 de la Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y en ejercicio de las facultades conferidas por el artículo 8° del Decreto N° 2.343/98, certifico que la Ley N° 2.266 (Expediente N° 4.982/07), sancionada por la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en su sesión del 21 de diciembre de 2006 ha quedado automáticamente promulgada el día 1° de febrero de 2007. Regístrese, publíquese en el Boletín Oficial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, gírese
copia a Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, por intermedio de la Dirección General de Coordinación de Asuntos Legislativos, y para su conocimiento y demás efectos, remítase a los Ministerios de Hacienda, de Espacio Público y de Planeamiento y Obras Públicas.
Cumplido, archívese. Tanuz
LEY N° 2.266. Se declara de utilidad pública y sujeto a expropiación al predio “Estación Vail” en el barrio de Boedo.
Buenos Aires, 21 de diciembre de 2006.
La Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires sanciona con fuerza de Ley:
Artículo 1° - Declárase de utilidad pública y sujeto a expropiación, de conformidad con la Ley N° 238, al predio conocido como "Estación Vail" en el barrio de Boedo, cuya denominación catastral es la siguiente: Circunscripción 8, Sección 30, Manzana 28,
Parcela 1.
Artículo 2° - Desaféctase el predio delimitado en el artículo 1° del Distrito de Zonificación R2bI.
Artículo 3° - Aféctase a Distrito de Zonificación UP (Urbanización Parque) al predio delimitado en el artículo 1°, para ser destinado a espacio verde de uso público, y usos complementarios compatibles con la zonificación UP.
Artículo 4° - A los efectos del cumplimiento de la presente ley el Poder Ejecutivo procederá a realizar en el Presupuesto General de Gastos y Cálculo de Recursos para el Ejercicio 2007 una reserva de partida en la Jurisdicción 99 Obligaciones a cargo del Tesoro -Bienes Preexistentes- hasta la suma de siete millones novecientos mil pesos ($ 7.900.000).
Artículo 5° - Comuníquese, etc.
De Estrada - Bello
Callejeando historia
Carlos Morel, primer pintor nacional
En nuestro anterior callejeo hablábamos de César Hipólito Bacle como “precursor del arte argentino” no porque fuese el único artista de la época, sino por haber introducido en estas costas la litografía, primer medio de impresión realmente masivo que comenzó a “democratizar” el arte llevándolo a más amplios estratos sociales. En la misma época en que arribaba Bacle al país –durante la presidencia de Rivadavia– lo hacían muchos otros artistas que se desempeñaron con variada suerte: los italianos Pablo Caccianiga, Lorenzo Fiorini, Cayetano Descalzi y Carlos Enrique Pellegrini; los franceses Juan Felipe Goulú, Pierre Benoit –del que se dijo hasta nuestros días que era el Delfín de Francia–, Alfonso Fermepin, Amadeo Gras, Juan Francisco Guerrin y Julio Daufresne; los ingleses Richard Adams y Arthur Onslow, el sueco José Guth y tantos otros. Goulú fue el retratista de moda en las décadas de 1820 y 1830, dejando paso a Pellegrini y éste a su vez, después de Caseros, a Prilidiano Pueyrredón en las preferencias de la elite porteña. Pero esa sería otra historia que ya callejearemos.
Lo que queremos destacar, con lo dicho, es que Carlos Morel fue el primer pintor nacido en nuestro país y formado íntegramente en él, a diferencia de los nombrados y aún de los que le sucederían después de Caseros –como el nombrado Prilidiano– que harían su aprendizaje artístico en Europa. Morel había nacido en un hogar de buena posición económica en 1813 y al morir su padre, en 1825, debió hacerse cargo del negocio familiar junto a su hermano Estanislao, pero ambos tenían otras inquietudes e ingresaron en 1827 a estudiar dibujo en la Universidad. En realidad, ésta era la tercera escuela existente en Buenos Aires, pues la primera había sido fundada por Belgrano en 1799, como complemento de la Escuela de Náutica, con Juan Antonio Gaspar Hernández como director y orientada más bien hacia la geometría y el dibujo técnico, extinguiéndose antes de 1810 por “economías”, mientras que la segunda fue instalada en 1815 por el fraile Castañeda –del que algún día tendremos que hablar– en el convento de la Recoleta, con José Rousseau y Guth como directores sucesivamente. De los dos hermanos, Estanislao abandonó pronto los estudios pero Carlos los completó en 1831, junto a condiscípulos como Ignacio Baz y Fernando García del Molino, bajo la orientación del citado Guth y del escultor y pintor Pablo Caccianiga, a lo que se sumaría la influencia de Cayetano Descalzi –cuya obra más recordada es el retrato “El gran Rosas”, litografiado en París en 1844 e imagen canónica del Restaurador–, que en 1830 se había convertido en su padrastro.
Sin embargo, Morel debió seguir dedicado a los negocios familiares por lo menos hasta 1835-36, cuando pinta en colaboración con García del Molino los retratos de Rosas, de su edecán Vicente Corvalán y de Encarnación Ezcurra y, por otro lado, ejecuta su primer trabajo litográfico, El Descendimiento. Con esta técnica realizará sus obras más conocidas y que han perdurado a lo largo de los años en el imaginario popular: en 1841 colabora con Carlos Enrique Pellegrini en el álbum Recuerdos del Río de la Plata, en 1844 publica otro propio, Usos y Costumbres del Río de la Plata –con motivos como La carreta, El lazo, El ombú, Las lavanderas, Coraceros, Caballería y otros–, ambos en la Litografía de las Artes y, en el mismo período, realiza para la serie Trajes y costumbres de Buenos Aires de la Litografía Argentina de Gregorio Ibarra las láminas Cacique pampa y su mujer, La familia del gaucho, Gaucho y sus armas, Gaucho en traje de pueblo, Una hora antes de partir, El tambo de la ribera y La media caña.
Pero, mientras tanto, Morel había producido una serie de notables retratos y óleos como Carga de caballería, Caballería federal o Plaza de carretas de Monserrat, exponentes junto con las litografías mencionadas de la escuela romántica en boga en Europa. Los personajes y motivos autóctonos, los efectos dramáticos de luz y sombra, la paleta contrastada, el movimiento de las figuras, la forma de pintar los caballos, en fin, nos remiten al máximo exponente del romanticismo pictórico francés: Eugenio Delacroix. ¿Pero cómo pudo –se dirá– un joven porteño, en esa lejana y atrasada Buenos Aires sin un movimiento artístico conformado, recibir dicha influencia en una época en que no existían los libros de arte ni los medios de reproducción hoy tan a la mano? No lo sabemos; en parte se trata del espíritu de la época, de una maniera perceptible en artistas de origen y escuelas diversas, pero sí tenemos conocimiento de una notable exposición realizada en la antigua Manzana de las Luces, en abril de 1829, por una especie de “marchand” internacional llamado José Mauroner, que había ya pasado por Montevideo y Río de Janeiro. Viajaba el buen hombre –español o francés, se duda– con unas 350 obras de arte, seguramente reproducciones más o menos buenas, de los grandes clásicos europeos y la muestra fue, a pesar del momento político que se vivía –recordemos que en diciembre del año anterior Lavalle había depuesto y ejecutado al legítimo gobernador de la provincia, Manuel Dorrego, y acababa de ser batido por Rosas en el Puente de Gálvez– un enorme éxito en la pequeña ciudad. Morel y García del Molino –ambos de 16 años y estudiantes de Bellas Artes– no deben de haber faltado, como tampoco Marcos Sastre, de 21 y notable miniaturista, o los futuros pintores Marcelino San Arromán y Antonio Somellera, de 14 y 17 años respectivamente. Y puestos a imaginar, es posible que de la mano de su padre, el ex director supremo Juan Martín de Pueyrredón, también haya visitado las salas el niño Prilidiano Pueyrredón, de sólo 7 años.
Morel residió entre 1842 y 1844 en Río de Janeiro y desgraciadamente, por esa época, comenzó a manifestar un trastorno mental progresivo que fue minando la calidad de sus trabajos –de 1844 es su último óleo de calidad, La Calle Larga de Buenos Aires (actual Montes de Oca)– y, más tarde, a una especie de ostracismo de casi cincuenta años. Una leyenda muy difundida afirmaba que había enloquecido al presenciar la muerte, a manos de la Mazorca, de su cuñado Julián Dupuy pero, al fin, se trata precisamente de una leyenda típicamente romántica, pues a la fecha del suceso Morel se encontraba en el Brasil. Fue en casa de su hermana Indalecia, la viuda de Dupuy, donde pasó los restantes años de su vida, en Quilmes y dedicado según parece a la daguerrotipia y la fotografía, que fueron desplazando a los antiguos retratistas al óleo. Quizá su último trabajo haya sido un retablo realizado en 1877 para la iglesia de Quilmes, donde finalmente murió en 1894.
A diferencia de otros artistas, Morel no mereció el olvido y la escuela de Bellas Artes del municipio de Quilmes lleva su nombre, mientras que en el museo “Almirante Brown” de Bernal se conservan su paleta, su caja de pinturas y otros efectos personales. En Buenos Aires, sin embargo, sólo una calle de una escasa cuadra lleva su nombre en Parque Avellaneda, corriendo desde Fernández hasta Zinny entre Primera Junta y –¿casualidad?– Prilidiano Pueyrredón.
Diego Ruiz
Vestidos de cartulina
El narrador de un cuento de Borges dice haber encontrado el aleph en una casa de la calle Garay que muy pronto sería demolida. Las calles del Sur parecen albergar tesoros escondidos. Desde que en el siglo XIX la fiebre amarilla desplazó a los vecinos ricos hacia el Norte, en el Sur sólo quedaron objetos cuyo valor, incalculable, puede medirse únicamente en unidades literarias que conforman el relato del pasado. Mucho después de la epidemia que, se comenta, enterró muchos muertos en lo que hoy es la placita Garay, la autopista vino a darle, de manera definitiva, un carácter insular. Los autos que circulan por ella a toda velocidad son el cerco de un tiempo que transcurre lento. En San Cristóbal, por ejemplo, la polución que envenena el aire no proviene tanto de los desechos de los caños de escape como de las partículas tóxicas del ayer que flotan sobre las personas y las casas formando una nube de smog anacrónico. Doblando desde Pasco por San Juan, una cuadra o dos antes de llegar a Entre Ríos, hay una juguetería polvorienta. Quien se detenga en la vidriera podrá observar que los juguetes que ofrece, aunque de fabricación reciente, tienen una evidente pátina de otro tiempo. Quizá sea el polvillo que se acumula en los estantes, o la vidriera enorme que representa de manera escenográfica la desmesura que tienen las cosas en la infancia. Lo cierto es que allí, hasta los autitos a control remoto y las muñecas que tienen un llanto alimentado a batería provocan un efecto de nostalgia anacrónica. Los chicos que compran sus juguetes en la juguetería polvorienta de la calle San Juan terminan jugando, fantasmagóricamente, con los juguetes de sus padres y sus abuelos. Intoxicados por el aire espeso en el que flotan partículas del pasado, navegan por infancias ajenas de las que quizás escucharon idealizadas referencias en las charlas familiares. Aunque no sea cierto, siempre se tiende a pensar que la felicidad está en otro tiempo, en algún barrio remoto de la memoria al que ya no se puede volver. Invirtiendo el orden las tareas escolares, se vive con la convicción de que los años de la infancia son la versión definitiva de nuestra vida, de la que a través del tiempo vamos escribiendo sucesivos borradores cada vez más imperfectos y tachados, llenos de faltas de ortografía y de traiciones a aquel original que recordamos magnífico.
En aquella juguetería de la calle San Juan de la que hablo, mi madre me compraba unos libritos de cartulina, parecidos a los de colorear figuras siguiendo unos modelos. Pero éstos eran para recortar vestidos que, doblándoles las pequeñas pestañas que sobresalían del contorno, vestían a la niña de cartulina que también venía impresa en
el librito. No conozco a ninguna mujer de mi edad, ni incluso más joven, que no recuerde esos vestidos de cartulina con fascinación. Es que ese juguete constituía uno de esos raros privilegios de la infancia: el de lograr lo que luego será imposible. Un simple cambio de atuendo provocaba un cambio de identidad. He vestido a esas muñecas de cartulina sucesivamente de odaliscas de Las Mil y una Noches, de marineras, de niñas, de enfermeras, españolas... Junto con aquellas muñecas casi sin espesor, yo misma mutaba constantemente, como si me sujetara identidades nuevas apenas con unas pestañas de cartulina.
A un nivel modesto, aquel juguete tenía aspiraciones de aleph borgeano. Si éste era un punto del espacio que contenía a todos los demás, el aleph de cartulina encontrado en la juguetería de la calle San Juan era un esbozo de identidad que contenía todas las identidades posibles.
No he vuelto a ver aquellos libritos de cartulina, cuyas figuras recortaba con las tijeras de coser de mi madre, excepto durante la época de la importación furiosa. Me compré entonces una versión sofisticada de aquellos de mi infancia. La muñeca de cartulina era una niña inglesa del siglo XVIII que había que pegar sobre un cartón duro e incluía un pie, también de cartón, que la mantenía erguida. La vestí de pastora (hasta las ovejas se apoyaban sólidamente sobre un pie), de mucama, de viajera que recorría el mundo con valijas de cartón, de niña que va de visita a tomar el “five o’clock tea”. La taza y la tetera quedaban sujetas a sus manos apenas se doblaba la pestaña correspondiente. Por aquel entonces mi hija era chica. Tenía la edad exacta para deslumbrarse con aquel mundo en miniatura. Pero egoístamente lo guardé para mí. Aunque más brillante y colorido, aquel juguete era un borrador imperfecto del de mi infancia. Pasé horas cambiando la identidad de la muñeca, pero este milagro tenía alcance limitado. Yo no pude –no supe– mutar con ella. Para que sucediera esto el librito de cartulina tendría que habérmelo comprado mi madre en la librería polvorienta de la calle San Juan. Y esto ya no es posible. Mi madre es también una desvaída imagen de cartulina.
Es curioso lo que nos hace el tiempo. Se nos vuelve imposible volver a ser otros, aunque estemos hartos de ser quienes somos. La identidad se transforma en una condena. Y, paradójicamente, esa involuntaria insistencia en ser nosotros mismos, esa imposibilidad de renunciar, siquiera por un momento, a la historia que cargamos nos convierte en seres tan frágiles como una figura de cartulina.
Mónica López Ocón
Dos mujeres, a la distancia
Lejana Buenos Aires...
Helsinki
Tomando en cuenta que veníamos de la primavera amarilla de Suecia, en Helsinki tuve frío en las zapatillas sin medias y en la remera de rayas. Si Estocolmo era, con tanta rubia y veleros en los sinuosos caminos de agua, todavía muy la Europa de mis libros de viajes, en cambio Helsinki tenía un inevitable sabor karamazoviano.
No me refiero a los objetos de Alvar Aalto que me dejaron callada de sencillez como sus edificios dispersos entre árboles que apenas en junio clorofileaban. Ni al jardín del Urho Kekkonen Museum donde comí un sándwich de queso agrio, o a los carteles de Boris Godunov que arribaba en cualquier momento a la ópera. Era la gente. Era el giro eslavo de las caras, ese aire de tragedia. La cadencia del idioma, la mesura del trato, las maneras. Algo estepario y borrascoso aún revolviendo las plazas. Era la rusidad aprendida en las leyendas familiares más las canciones de cosacos que logró sonsacarle al samovar mi padre la misma tarde en que me contó que le calentaban la cama con ladrillos ardiendo.
Para conocer Helsinki me estacioné en uno de los bares, con mesas al sol donde
gente joven se dejaba caer en los sillones a soplar la espuma de la cerveza. Sentados indolentes un martes, mirando mi facha estrafalaria o el acento campesino con que pedí un agua mineral, claramente agua.
Podría decirles que también en mesas de café me pasé años de los veinte soñando. Estaba en buenosaires, tan culismundis entonces como ahora, y ya sospechando cuán vasto (y cruel, pero aún no lo sabía) es el universo. Tan distante yo del centro de las cosas, de aquello que aunque terrenal te llevaría derechito al cielo. Me sentaba, dije, a puro té y cigarrillo, a soñar con travesías, largas travesías que algún día, alguno, me llevarían al obelisco esquina corrientes de la vida.
Entonces, en Helsinki saqué el lápiz. Escribí una carta. Una carta para los que aún viven en casa. Quería decirles que acá las cosas funcionan, la vida serena transcurre. También existe el Norte. Y simplemente les prevengo –aclaré, finiquitando– que hay este otro mundo; aunque no podría asegurarles si vale la pena seguir siendo como somos, pero mejor, o aprender cómo vienen éstos siendo, pero no tanto.
Lo pensé mejor, y ni siquiera ese mensaje envié.
Marta Kapustin
Desde Frankfurt
Esos días de tango
Hace frío. Las piernas se deslizan con pequeños taconeos en la calle, entre tanto, los ojos danzan entre el deseo y la realidad, indudablemente, lo que se anhela casi siempre es diferente de lo que se vive. El cielo gris de esta Bogotá me recuerda constantemente que lloverá, lo que me pone de mal humor y busco un sitio donde guarecerme para mejorar mi estado de ánimo.
Entro a uno de mis sitios preferidos, ubicado en la Candelaria, en el centro de la ciudad, llamado: “Café para dos”. Pido un vodka fuerte, supongo que es para el frío, pero la verdad, es una excusa para escapar un tanto de los recuerdos que me trae este lugar con un buen trago.
Trato de leer un par de páginas del libro que llevo en mi bolso, pero el tango que empieza a sonar me ausenta y lleva mis pasos a aquellos días donde cambié la rumba vallenata, por las noches de milonga; el café colombiano, por el mate; la arepa, por la carne, y a Gabriel García Márquez, por Julio Cortázar y Jorge Luis Borges.
La niebla densa de las cuatro de la mañana en Ezeiza se abre paso, los turistas se atavían de bufandas y guantes, en la
calle los árboles se atienen a su desnudez, piso las hojas de otoño que me gusta escuchar crujir y el aleteo de los recuerdos se posa sobre el humo del cigarrillo. Percibo la gastronomía, las lecturas y las costumbres que trae el cercano invierno de ínfimos rayos de sol estampados en la ventana.
El ascensor de reja me recibe con unas cuantas maletas y el cansancio de doce horas de viaje. Llego al departamento en la avenida Paseo Colón y un mate me sonríe –casi burlón–, lo tomo sin cuidado y lo reto, lo cual me produce muchas horas de insomnio… Eso sí, qué bien cebado estaba.
Muchos me preguntan por qué Buenos Aires y no otro sitio.
Es el olor de la ciudad, el sabor de pasos perdidos, es melancolía destilada en gotas de tango, es porque en esa parte del sur puedo recorrer innumerables letras y lugares. En una Latinoamérica que llora, que se desprende a gajos por conveniencias sociales, disputas políticas, necesidades de subsistencia y tentaciones monetarias, encuentro el deseo literario, artístico y cultural de lo que hace descansar el alma como un buen vino. Las letras íntimas las puedo ver en las calles, respirar, contar, tocar, saborear y volver a contar lo que desde lejos sólo podría suponer, un Buenos Aires que en mi opinión es uno de los mejores sitios para disfrutar de América Latina.
Con el paso del tiempo descubro las calles de Boedo y San Telmo, allí colonizo los pequeños sueños. Cuando se conoce algún lugar son tus sentidos palpando lo existente y no lo imaginable, no esas verdades plenas que creemos existen, de felicidad eterna o de destinos estrellados, es atrapar el aire húmedo y percibir la diferencia de un país cuando estamos afuera de realidades agridulces o estar dentro de los edificios hablantes.
Es que a veces esas sensaciones te toman por sorpresa y tenés a una ciudad eternamente melancólica y hermosa ante los ojos; es entonces, aterrizar cada día en un subte al son de un bandoneón, en la historia de la Plaza de Mayo, la literatura de Corrientes, las estaciones del tren, Puerto Madero y sus barquitos y en una arquitectura que te hace sentir una gran pequeñez.
En Colombia, las facturas no son pastelitos, las lágrimas no son café con leche, las pepas no son galletas, las nueces te las venden sin cáscara, se dice Coca-Cola y no Coca, el arequipe es lo mismo que el dulce de leche, la fresa igual que la frutilla, ananá es piña, el café no te lo dan con soda y además se dice tinto lo que en la Argentina es vino.
Después de vivir en aquella ciudad porteña, que extraño cada tanto, debo acoplar un español –que usamos todos, pero de manera diferente–, para hacerme entender por mis compatriotas; entonces no digo “me das un Marlboro 10” sino “me regalas medio de Marlboro” para sonar amable, no ante el mozo sino ante el mesero. Miro la ventana donde están las botellas de colores, una canción que me encanta es el suspiro de mis oídos y del último trago de vodka, me doy cuenta deque estoy sola en un “Café para dos”. La lluvia ya terminó, el cielo es claro para abrir la página 22 del libro que llevo en el bolso.
Paola Arcila Perdomo
Desde Bogotá, Colombia
“El gato escaldado”
No se trata del libro que el poeta y escritor Nicolás Olivari (Diego Arzeno, para el Registro Civil) publicó en 1929 y por el cual recibió un Premio Municipal, pero de este poemario Marcelo y Celia tomaron su título, lo escribieron con caracteres desparejos, lo trasformaron en marquesina y lo pusieron en el frente de su librería de la avenida Independencia 3548, como homenaje a uno de los grandes bardos de Buenos Aires que alguien alguna vez definió como el Villón porteño
El barrio de Boedo gana con esta nueva aventura porque no lo es menos en estos tiempos de televisión embrutecedora y variada facilonguería un lugar para la lectura, la consulta, y la charla amena.
Estos dos jóvenes emprendedores, llegados del vecino San Cristóbal, están jugados a una apuesta bastante difícil por cierto: acercar el libro a como dé lugar, por compra directa o por préstamo a un bajo costo, pero que esté al alcance de todos.
Además, detalle importante, en el mismo ámbito disponen de un espacio para exposición, que bien podría ser en algún momento, con sólo agregar algunas sillas, lugar para charlas o conferencias. El local es luminoso, sobrio, y la amplia vidriera donde se exhiben los coloridos rectángulos llenos de sorpresas, invitan a traspasar la puerta a los que transitan por la primera vereda donde nace el barrio.
Los que frecuentemente nos acordamos de cuando Boedo era una fiesta, por sus cines de los que llegó a tener siete y sus librerías que sumaron seis, en las décadas del 50/60, hacemos votos para que El gato escaldado ronronee su buena nueva en territorio boedense, aunque por las noches maúlle por los techos de la vecindad. (R.D.)
Una joven mirada crítica
Nací un martes 13 de marzo de 1984. No sentí la paranoia y el terror con el que deben de haber vivido muchos jóvenes en la época de la dictadura. No temí expresar mis convicciones, sabiendo que rifaba mi vida si lo hacía en voz alta. No me hizo falta esconder ciertos libros. No me atemorizó estudiar teatro, ni escribir. Ni usar barba.
A la hora de tipiar estas líneas, no siento que esté arriesgando mi vida, como seguramente le debe haber sucedido a Rodolfo Walsh cuando escribía su famosa carta a la junta militar.
Nací en democracia. Viví mis 23 años en democracia .
Pero a pesar de poder disfrutar de expresarme libremente, de poder serle fiel a mis convicciones sin tener que perder una gota de sangre por ellas, puedo sentir –en el letargo en el que estamos sumergidos los hijos post-dictadura– sus nefastas consecuencias.
Al finalizar esos 8 años de voces acalladas, llegamos nosotros, los hijos de una colonización, que de ahí en adelante no tendría al terrorismo de Estado como su arma motora.
La globalización como excusa para las privatizaciones, la pérdida del rol tutelar del Estado, la banalización y el descrédito de la clase política, llenaron un vacío en el que, mediante planes de pago para el nuevo celular, vendimos a muy bajo precio el deseo de ejercer nuestra palabra, de cultivar nuestras ideas, de defender nuestros derechos.
Lentamente, casi por voluntad propia, nos fuimos transformando en pacífico ganado que acepta, concede y no cuestiona, siempre y cuando el shopping esté abierto hasta las 23.
Nuestras metas se desdibujaron y nuestras prioridades se transformaron en modas. Ningún jean nos calza como un Levi’s, ni hay zapatilla que quede tan bien como unas buenas All Stars.
Hoy somos hijos de la publicidad.
Nos venden inseguridades, insatisfacciones y ansiedades que deben ser rápidamente resueltas consumiendo. Noviazgos han comenzado y terminado vía mensaje de texto, con dibujos de caritas sonrientes y tristes para cargar de emoción la pequeña pantalla de cuarzo líquido.
La ansiedad y la inmediatez, la fugacidad y la liviandad, se establecieron como la primera necesidad de mercado.
Y nosotros compramos.
Pero, así como en la época de la dictadura no se pudieron callar todas las voces, hoy, este enemigo sin cara ni cuerpo, vuelve a caer en el mismo error.
El control es, de por sí, una ilusión.
No creo en la masa hecha rebaño. Creo en el hombre, en el pueblo. Fueron, son y serán siempre los individuos del conjunto, y no el conjunto masificado, los que hacen y harán la diferencia.
Porque, aunque muchas veces no nos demos cuenta, tenemos siempre, cada uno, la posibilidad de elegir, de hacernos cargo. De ver aquello que nos rodea.
El 24 de marzo de 1976 comenzó un proceso en el cual, por esa elección, muchas personas perdieron la vida. Hoy, 31 años después, afortunadamente, podemos –¡debemos!– elegir, sin ese costo, cómo queremos vivirla.
Pablo Bellocchio
Ojeadas idiomáticas:
Nuestras apropiaciones
Great Britain es castellanizado por Gran Bretaña. Traducido, Great nos da “Gran”. Apropiado, Britain podría verse como Britaina; no: se vuelve “Bretaña”, con un bre que no es original, y con una eñe que nada posee de sajona. La voz –sucede– la hemos tomado del francés (Britain se habría adaptado a la ley de la analogía).
England, Island y Finland, tomados del inglés, nos entregan pronunciación más traducción (Inglaterra), o bien simples castellanizaciones (Islandia y Finlandia).
Danmark castellaniza Dinamarca, pero Telemark queda “sin labrar”, a pesar del mark noruego: no marcamos, no telemarquizamos.
Lappland –del escandinavo– nos da (como Lapland, del inglés) Laponia: en la línea que siguen Vasconia, Polonia, Amazonia (curiosidades de la lengua española, que decide la toponimia extranjera).
River Plate es un equipo argentino de fútbol. River, en inglés, significa río (geográfico). Plate nada quiere decir sobre la plata que lleva el nombre Río de la Plata, estuario formado por los ríos Paraná y Uruguay. Plate en inglés significa plancha, lámina; chapa; fuente (vajilla); placa. Llevado al verbo activo, el sustantivo da planchear, y también platear, dorar, niquelar. Leer el castellano plata y pronunciar “a la inglesa” plate derivó en el abstruso nombre del club.
Que los ingleses –para las lenguas extranjeras– siempre se hayan demostrado un poco tontos, no nos debiera dar derecho a serlo también nosotros con nuestro idioma materno (y esto pasa ya de ingleses): ni plate significa plata en inglés, ni en español se encuentra esta palabra…
Mario Lach
Sävedalen, Göteborg (Gotemburgo, Suecia) 21-03-1979
Historia barrial
Cenizas en el tiempo
Cuando la calle Guanacache era un infierno
Poco tiempo después de haber sido fundado el barrio Las Catalinas (el que pasó a llamarse Villa General Urquiza a partir del 18 de octubre de 1901), se instaló en la zona la Licorería Clarat Freres, propiedad de los señores Francisco y Juan Clarat, en la manzana delimitada por las calles Uno (posteriormente llamada Guanacache), Dieciocho, Dos y Diecisiete (actuales Franklin D. Roosevelt, Aizpurúa, Cullen y Ceretti).
Esta fábrica de licores llegó a ser considerada en su tiempo la más importante de Sudamérica. Sus depósitos ocupaban una extensión de 12.000 m2, sin contar los vastos sótanos que poseía. Un ramal especial del ferrocarril llegaba hasta esos mismos depósitos.
En 1911 pasó a ser propiedad de Raúl Sauveterre y Cía. y, con el nombre de Fábrica Licorera Pedefloux, tenía su entrada por Guanacache 5749.
El periódico local Eco Social, con fecha 22 de agosto de 1912, comenta el voraz incendio ocurrido en ese establecimiento:
“Las llamas alcanzaron las habitaciones particulares situadas en lo alto del edificio, y amenazaban propagarse a los talleres y depósitos de licores y alcoholes.
“Una delegación de bomberos del cuartel del barrio de Belgrano, compuesta por dieciocho hombres, al mando del subteniente Silva, inició el salvataje e impidió que las llamas se extendieran por el vecindario, donde, calle por medio, se encontraba la manufacturería de cigarros Avanti; limitando su acción a circunscribir el fuego para evitar mayores daños, dada la escasa fuerza del agua.”
A mediados de la década del 40, esta fábrica cerró sus puertas. Enfrente, en la esquina de Aizpurúa y Guanacache, quedaban el almacén del Bicho Feo y la carbonería de Maritato. Después, fueron otros los rubros y otros los nombres: Establecimiento Metalúrgico Emeta; artículos electrodomésticos Simplex y la firma industrial Fanal S.A. Demolidas las instalaciones, funcionaron allí cuatro canchas de tenis y, actualmente, el supermercado Norte.
En 1904 se instaló en el barrio la Compañía Tabacalera Italo-Francesa Avanti S. A., con domicilio en Guanacache 5667. Este establecimiento tabacalero, uno de los más importantes del país, tenía varios pisos y abarcaba toda la manzana delimitada por las calles Guanacache, Ceretti, Cullen y Burela.
En un principio, la empresa trajo de Italia operarios especializados, quienes se encargaban de enseñar las técnicas a los nuevos obreros. La fábrica llegó a emplear más de 1.500, siendo en su mayoría mujeres.
Cuenta Héctor F. Arata en su libro, que “en 1909 la fábrica sufrió un pavoroso incendio. El fuego, que tuvo origen en los depósitos secadores de tabaco, bien pronto se extendió, dada la mercadería allí almacenada se quemó durante días, lentamente, toda la existencia, y se destruyó la totalidad del edificio”.
“La falta de elementos para combatir el fuego, la clase de material acopiado y, en especial, la escasez de agua, fueron las causas principales del desastre.”
El edificio fue luego reconstruido, y la fábrica comenzó a trabajar nuevamente.
Así hasta 1958, en que Avanti, la firma que nos decía: Fume uno y pedirá otro, transfirió su propiedad a la Compañía Tabacalera Americana, la que, a su vez, fue liquidada a mediados de 1969. Las instalaciones fueron luego demolidas, para dar lugar a la construcción de dos modernas torres en propiedad horizontal, edificadas por el Banco Hipotecario Nacional.
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Creación del destacamento de bomberos “Villa Urquiza”
A comienzos del siglo XX, después de los grandes incendios que devastaron la fábrica de cigarros “Avanti”, la licorería “Pedefloux” y la pinturería “La Unión”, los vecinos, a través de las asociaciones de fomento y el apoyo de los periódicos “Eco Social” y “El Independiente”, bregaron por la creación de un destacamento de bomberos en la zona.
El trámite demandó muchos años. Recién el 9 de febrero de 1923 se dio lugar al pedido: se dotó a la comisaría 39, entonces ubicada en Guanacache al 5300, vereda impar, de un pelotón compuesto por seis hombres al mando del sargento Olaguer Orena. El material disponible consistía en un carro autobomba tirado por una yunta de caballos, rodillos de manguera para agua, herramientas y demás elementos para combatir los incendios.
El Destacamento de Bomberos “Villa Urquiza”, actualmente, está ubicado en la avenida Olazábal 5446 y depende del Cuartel 5to. de Belgrano.
Luis Alposta
de la Junta de Estudios Históricos de Villa Urquiza
Bibliografía:
Archivo de la Junta de Estudios Históricos de Villa Urquiza.
Héctor Félix Arata, Villa Urquiza - Sus primeros Cien Años - Ed. La Constancia - Bs. As., 1987.
Alto en el cielo
Miro desde la altura, espío, como si asumiera el juego y la identidad de un dios de bolsillo, listo para la vida y listo para ser hundido en el Río de la Plata como cualquier dios o acorazado inventado por el hombre.
Miro desde la altura, desde un piso dieciséis, así la cercanía con las nubes de mi nuevo domicilio. La mirada se va por la ventana del balcón, sale a jugar al abismo y entonces reparo en que la altura me despide, sí, el cielo o uno de los cielos inferiores, uno de esos que corresponden a mi esencia de simple criatura mortal, no me recibe. Lo percibo, esa es la sensación; mi cielo de piso dieciséis me suelta y mi condición de dios espía parece que podría desvanecerse en cualquier momento, y todo porque la tierra me llama.
Multitud de techos y ventanas. Multitud de historias repartidas en cada ventana iluminada o en sombras, al mediodía o a la noche. El silencio de la altura parece asegurar que, si quisiera, podría hasta escuchar cada palabra pronunciada; no sólo de ver vive el hombre, y el dios.
La tierra llama, atrae al espectador en la distancia; convoca porque en ella está la posibilidad del amor, la vida, y, a no engañarse, también están las otras posibilidades. De nada sirve el juego de las escondidas cuando la madre convoca. Los ángeles de Wim Wenders en Las alas del deseo sólo lo soportaron un tiempo; pero como todos, primero necesitaron noticia de la tierra para luego poder caminarla. Cansados de ver pasar personajes ellos eligieron perder su condición de ángeles y ser dos de esos personajes. En ese momento en la película desaparece el blanco y negro. Junto con la vida llega el color, las alas se pierden y aparece la calle, el barrio nuevo.
Digo que la tierra me llama, y yo que miraba tan seguro desde el dieciséis “g”.
Desde este departamento “g” miraba por la ventana, por esta misma ventana, el escritor Gabriel Montergous, y en este mismo escritorio, donde ahora escribo, él escribía sus historias. “Miraba” y “escribía” son expresiones que marcan la palabra del tiempo pasado porque para él fue, hace unos años, el cartel indicador de la dirección contraria. Mi amigo Gabriel se quedó sin los colores, pero no se fue al blanco y negro, se fue a un cielo verde allá en la montaña, entre las sierras del después, en la memoria. Eso sí, me prestó este escritorio, esta ventana, el escritorio de la casa de las sierras, y las ventanas de esa casa para que siempre busque con la mirada, allá en el cielo verde de la montaña.
Desde el cielo de un ahora descolocado dios de piso dieciséis pueden no escucharse ciertas palabras, puede no percibirse determinada manera de golpear. Miro desde la altura y hace apenas una semana dos muchachos me trababan la puerta del edificio de mi pasado. La puerta se detuvo, el que estaba más cerca levantó su remera y dejó ver la culata de una pistola. Entraron y la pistola fue contra el pecho, luego la cabeza. La pregunta era urgente, ¿Cuál es tu departamento? Nunca imaginé un final así, desde el mercadito, donde el chino tan trabajador no paga ni les da las vacaciones ni el aguinaldo a sus empleados, a esta situación de pistola en pecho no hubo más de dos minutos. Ahora miro desde el dieciséis, como si careta de dios quisiera portar, pero la calle, lo dicho, la tierra, las historias me llaman. Los golpes se hicieron un lugar en el recuerdo. En el descanso entre el primero y el segundo piso se me ocurrió desmayarme, sí, a lo damisela de película, y ver qué ocurría. Me gusta la lluvia, pero no cuando llueven culatazos y patadas; en fin, ellos creyeron mi desmayo, un poco de sangre en la frente dio credibilidad a la escena. Desde el dieciséis parece como si uno se desconectara, y como si el dieciséis tuviera conciencia, como si me conociera, me empuja. Desde la falsedad de cielos seguros los hombres y los dioses sueñan con felices transacciones. Luego los hombres dioses se aferran, arañan y consiguen la moneda dorada. No es para mí, lo sé y el dieciséis lo sabe.
Seis hombres dormían sobre un techo de chapa. Al día siguiente los vi trabajar, eran los encargados de cambiar el techo. Dormían ayer, me dije en la altura, porque el día era día nublado de amenazas de lluvia. Cuando llegó el sol abrieron los paraguas y se pusieron a trabajar. Reparé en que uno de ellos llevaba un paraguas negro y con vivos dorados; quizá no le convenía para trabajar al sol, más que protección era carnada oscura para un Febo todavía más furioso. Fue cuando tuve ganas de estar sobre ese techo, apenas de primer piso, para avisarle. Miré desde la altura y caí con la mirada hacia la tierra, la que llama.
En el mismísimo piso dieciséis vi cómo una diosa se acercó a la ventana del balcón, era la tercera vez que ella aparecía y se dejaba ver. Ella descalza, ella en una remera, ella tan de ojos celestes y tan maravillosamente terrena en su belleza y en su mirada hacia el abismo de terrazas y sombras. Otra vez mirar hacia la tierra, miradas a las cuatro de la mañana, ella miraba a la noche y yo a ella y a través de ella también llegaba a la noche. Ella con los brazos apoyados en la ventana, un cigarrillo, apenas dos pitadas.
En la noche es cuando mejor se descubren los rostros verdaderos de las personas, por eso la mirada a las cuatro de la mañana, por eso me quedo unos minutos en silencio contemplando la ciudad iluminada en dirección hacia el camino imaginario del sur. La intermitencias rojas de las luces indicadoras de las antenas se multiplican en la ciudad monstruo, como si de bicho Samsa se tratara con tantas antenas y ojos rojos, como si el bicho Gregorio jugara una especie de navidad atemporal en la oscuridad y en el cielo de la noche del propio bicho, la ciudad, mi Buenos Aires.
No sé si los murciélagos gritan o chistan, pero desde el piso dieciséis los veo llegar a un punto muerto de vuelo y entonces la actividad se suspende, todo se detiene para que el murciélago caiga en picado
hacia la tierra. Una locura, me digo, que se me dé por pensar que hasta ellos, en pleno vuelo, quisieran dejar de ser, aunque más no sea por un momento, esos dioses monstruosos de las alturas para arrastrarse sobre la tierra, para saber, para intentar saber cómo es, por ejemplo, ensoñarse en un tren, en su sonido y la ventanilla y los rieles derivando, como si quisieran saber por qué un habitante de la tierra puede llegar a llorar mientras viaja en ese mismo tren que ayer le susurraba ensoñación. Esas estúpidas cuestiones en las que a veces pienso cuando anoto porque miro, porque respiro en la tierra.
Como nuevo habitante de un piso dieciséis me inclino a la búsqueda de un registro para la nueva experiencia. Pero en su origen nada más importó el momento vital. Desde la altura me atraen las historias de los hombres, quizá para reconocer las mías, para saberme entre ellos porque a veces me siento bastante solo. Ante la primera señal, frente a la ventana, me soñé, me sueño, cayendo, expulsado de mi modesto cielo por mi propio cielo y no durante el día sino en la noche porque en ella se ve mejor la sombra y la marca posible de una persona, una historia, un momento, un recuerdo. En la noche se ve lo pequeño y es lo pequeño fantástico lo que se guarda, como si los mundos dependieran de un beso corto, apenas roce, tan lento que en su transcurso la noche se quedara sin noche.
En Dr. Saturno escucho al Indio Solari cuando todavía era Patricio, redondo y ricota, Dulce cadena, dulce condena / Dios es todo (no puede progresar); la tierra atrae, quizá los dioses terminen por entender, ojalá, la mentira de las distancias, quizá terminen por comprender que ellos, la mentira, deben terminar yendo a los pies del padre, el hombre que vive en los días, en las calles, en los trenes. Me creo un hombre con suerte cuando paso sobre uno de los puentes que rayan el trayecto de las vías de un ferrocarril y bajo mis pies, bajo mi mirada, por un minuto, coincidiendo mi vida con el viaje, veo pasar el tren y una sensación de día distinto gana los interiores de mis patrias internas.
Dioses nacidos en el hombre y hombres devenidos en dioses, para ellos los cielos, siempre que puedan adorar la santa distancia.
Todos, cada vez, intentando volver a la tierra. Desde todas las imágenes del arriba hasta el riesgo abismal de la vida en planta baja, entre los hombres que no tienen dioses, y que a lo sumo se sienten observados por payasos tímidos que poco o nada podrán entender de las latitudes y longitudes necesarias, por ejemplo, para que una persona pueda encontrarse con otra y contarle la vida, porque nada más existió el impulso, porque lo necesitaba, y para que entonces la otra persona haya querido escuchar.
Edgardo Lois
POEMA
MARTHA CENTENO EN EL CORAZON DE BUENOS AIRES
La vida breve pasa por ella cuando dice algo
eso sería suficiente para decidirse a amarla.
A veces ella es como nuestras futuras hijas en edad de señoritas.
Tenerla en nuestro cuarto es un motivo para jugar a cualquier cosa.
(Cuando juega a ser su propia madre y la nuestra
la severidad de sus faldas hace mostrarse amables a las sillas.)
Ella es agradable de ser besada.
Le hemos construido un puente de Obelisco a la Torre de los Ingleses
por donde se pasea cuando se encuentra triste.
Desde allí puede ver las parejas amándose en los pasajes clandestinos
los pocos gallos de Buenos Aires
el árbol que alguno de nosotros plantó en un patio con la esperanza de que
floreciera.
Ella nos cuenta lo que ve en la ciudad para que hagamos poemas
y se asombra de oírlos cuando se los leemos.
Canta canciones de otras tierras a la salida de los bares
entre una multitud de muchachas y hombres silenciosos.
Su corazón suele abandonarse a nuestra ternura.
Alberto Cousté
EDITORIAL
Cumplir con la ley
“Leyes sobran, falta quien las aplique”. La anónima aseveración circula en torno a un presunto exceso cuantitativo de existencia de leyes pero, seguramente, es precisa en cuanto a la ausencia de quienes deben controlar que se lleve a cabo lo escrito.
El cumplimiento de las leyes y normativas, requisito básico de convivencia, no es un renglón en el que podamos destacarnos los argentinos. Y particularmente los porteños.
“Las leyes se hicieron para transgredirlas” pareciera ser el código de la picaresca ciudadana. ¿Para qué voy a levantar los excrementos de mi perro si puedo convertir las veredas en un patinódromo maloliente? ¿Por qué voy a caminar una cuadra cuando voy a buscar a mi hijo al colegio si, tranquilamente, puedo estacionar en segunda –¡o tercera!– fila y armar un barullo infernal en el tránsito? Se nota, en casi todas las actitudes, una instalación de las conductas “menemfreguistas”, neologismo originado en el italiano me ne frega (qué me importa) adaptado al riojano básico, cuyo máximo representante instaló este tipo de conductas en el orden nacional.
Pero en la Capital, esa que de los buenos aires sólo le quedó el nombre, entre las desinteligencias con la Policía –que no le pertenece– y la falta o dedicación indebida de la Guardia Urbana y los inspectores, el control transcurre por los senderos del rigor en las pequeñeces –que no falte la máquina expendedora de preservativos en el pequeño boliche–, el fomento del “botonaje” –denuncie: hágame de inspector gratuito– y el aquelarre, por ejemplo, del transporte público, dicho sea de paso, otro rubro en el que la ciudad “autónoma” no tiene injerencia.
Y la esperanza, que sigue siendo vana, por ahora, de que las Comunas aportaran participación popular en las problemáticas zonales, sepultada por un año más, cuando menos, por los escombros de una convocatoria electoral presurosa, acelerada no se sabe por qué... O sí se sabe...
Como las Comunas requieren nuevos padrones y en el escueto tiempo que resta la Justicia Electoral no llega, el Gobierno de la Ciudad, desligado de esa responsabilidad, no cumple con la Ley N° 1777 (Ley orgánica de Comunas) que promulgó el 1° de septiembre de 2005. En efecto, en sus Disposiciones transitorias del Título VIII, Art. 47, se establece:
c) El proceso de transición debe completarse al 31 de diciembre de 2006. Antes del vencimiento de dicho plazo la Legislatura fija la fecha en que se realizarán las elecciones (N. de la R.: de Comunas, no confundir), que deben ser convocadas por el jefe de Gobierno [...]
¿Y si el Estado no cumple con las leyes, a quién le podemos exigir que cumpla?
Mario Bellocchio