Nº 55 - Agosto de 2006
SUMARIO
*A cien años del nacimiento de Cátulo ¿Dónde estará mi arrabal?, por Mario Bellocchio
*Callejeando historia: Cátulo Castillo y un recuerdo de infancia, por Diego Ruiz.
*Evocando a Elías Castelnuovo a 113 años de su nacimiento. Su relato “Agua”.
*El frío recorre las Geografías de Mónica López Ocón.
*De eufemismos y erudiciones, por Mario Valdéz
*La prensa barrial, en medio de la indiferencia de las autoridades, trata de sobrellevar los incumplimientos de gobierno.
*Edgardo Lois y su reportaje al escritor Hugo Ditaranto.
*Sabor de lata y desamparo. Un Poema de Fulvio Milano
*Medios periodísticos barriales en aprietos. Editorial. Mario Bellocchio
*La aparición de Historias contadas Desde Boedo celebrando el Nº 50.
A 100 años del nacimiento de Cátulo
¿Dónde estará mi arrabal?
¿Quién se robó mi niñez? / ¿En qué rincón, luna mía / volcás como entonces / tu clara alegría?
Aquel ladrillo feliz, que era tinta roja en el gris del ayer, edificó las vivencias del hombre. Construyó al poeta que comenzó músico. Devino al boxeador en autor teatral, periodista, directivo de SADAIC, creador de MAPA... Hace un siglo: Cátulo Castillo.
Vengo a inscribir a mi hijo. Se llama Descanso Dominical González Castillo. Los ojos desorbitados del empleado del Registro Civil se expresan junto a un balbuceante ¿Cómo dice? –Digo que quiero que mi hijo se llame Descanso Dominical, ¿me entiende? Largos minutos le llevaría al dependiente convencerlo de que no era posible tal nominación. Y el acuerdo –a regañadientes– llegaría con la aceptación de un par de nombres de poetas latinos –la poesía desde la cuna como un sino–, Ovidio y Catulo. Sí, así, sin acento. El tilde vendría después para evitar molestas rimas obvias. El almanaque señalaba: 6 de agosto de 1906.
Eran tiempos en que José González Castillo comenzaba a irradiar como un faro. Ya vendrían la peña Pacha Camac y la Universidad Popular entre otras muchas realizaciones de su polifacética existencia. ¡Había que crecer a la sombra de esa luz!
Cuenta Cátulo de su padre: Era un anarquista genial. Junto a mi madre, nunca aceptaron el matrimonio civil. Fuimos tres hermanos: Gema, después bailarina en el Colón, Carlos Hugo y yo. Mi madre se llamaba Amanda Bello. Falleció en 1930. Era hija de un cuidador de caballos de carrera en La Plata: don Germán Bello, un hombre de acción (y de cuidado). Prácticamente mi padre la secuestró. Mi abuelo paterno, Manuel González, gallego, anduvo por Corrientes en trabajos de cazador y vendedor de cueros en los tiempos de una cuestión de límites con el Paraguay. Se casó con una Castillo, familia de criollos viejos.
El activismo político de papá José arrea la familia hacia el exilio chileno. [...] Regresamos cuando a mi padre le estrenaron en el Teatro El Nacional su sainete con música La serenata. El peligro había pasado. Nos instalamos en la calle San Juan 3957, a media cuadra de la calle Artes y Oficios, que ahora se llama Quintino Bocayuva. Como los ladrones que siempre vuelven al lugar donde robaron, mi padre regresaba a ese barrio donde había transcurrido su juventud. La casita de la calle Castro quedaba a la vuelta. Hicimos la vida normal de la gente pobre. Terminaba el año 1918 y también la guerra europea.
[...] Cuando mi padre comenzó a hacer teatro, la familia tuvo otro nivel de vida. Las cosas vinieron mejor. Nos mudamos a la calle Loria 1449. Después compró una casa en la calle Boedo 1060 y desde entonces fuimos habitantes de esa extraña república fundada por mi padre.En Boedo vivía también don Juan B. Cianciarullo, un italiano que me enseñó el violín y mis primeras nociones de piano. Desde los 10 años comencé a componer. También hacia poesía, llevado por la fervorosa admiración que sentía por Rubén Darío. Me sabía de memoria muchas de sus poesías, así como también largas tiradas de Núñez de Arce y toda la melancolía de Evaristo Carriego.
La primaria de Cátulo comparte espacio con solfeo, teoría y violín. El músico debuta con lo que él considera su primera composición –descartando al primitivo Canyengue compuesto a los diez años– , Organito de la tarde. Con tan sólo diecisiete años ya se da el lujo de musicalizar la obra poética de su padre. El esbelto muchachito tiene, simultáneamente, otras inquietudes: boxea. Y no es poco el suceso. Participa en más de sesenta combates y termina siendo postulado, en 1924, para participar en los Juegos Olímpicos. Pero en la balanza de las decisiones termina pesando más su cabeza que sus puños. Decide dirigir su propia orquesta en un viaje a España que se constituye en una gira de dos largos años. Lo acompañan los hermanos Malerba, Miguel Caló y Roberto Maida como vocalista. En esa gira impone temas que tendrían el honor de ser interpretados por el propio Carlos Gardel –el ya nombrado Organito de la tarde, Silbando, Acuarela de arrabal y Aquella cantina de la ribera (con versos de su padre), Corazón de papel (letra de Alberto Franco), La violeta (poesía de Nicolás Olivari) y la autoría integral de Caminito del taller–; de regreso a Buenos Aires es nombrado en el Conservatorio Municipal de Música como profesor de solfeo y teoría. Años más tarde llegaría a la dirección del instituto, atravesando todo el pentagrama de su labor docente como músico.
Pero, a mediados de los años treinta, el poeta pasa factura protagónica. Se produce una curiosa paradoja: en el Boedo de la literatura social se afinca un bardo que rinde culto a la metáfora, arma preferida de los martinfierristas de Florida. Y con Homero Manzi compiten –es un decir– en la creación descriptiva, evocadora, con valor poético superlativo.
Piana, Manzi y yo salíamos de una adolescencia que era casi infancia, llenos de ideas, de proyectos y llegamos a formar esa trilogía que en el ’40 –según dicen– ocupó un lugar destacado en lo que se llamó la década de oro del tango.
–Sí, Catito –me decía Manzi–. No te olvidés: estamos viviendo la época de oro del tango. Y tenía razón.
A Homero lo conocí cuando aún tenía pantalones cortos. Cuando yo vivía en Loria 1449, él vivía a la vuelta. en Garay 3259. Este muchachito pasaba silbando siempre por la puerta de casa. Yo había cumplido 17 años y él era un año menor. Cuando supo que yo era el autor de ‘Organito de la tarde’, se acercó a mí y me dijo: “Mirá, Cátulo, yo tengo una letrita, ¿sabés? Se llama ‘El ciego del violín’. ¿No te gustaría ponerle música?”
Le dije que sí, que me la mostrara. Efectivamente, era muy buena. Le cambiamos el nombre. Finalmente, el tango se llamó Viejo ciego. Con esa letra, Manzi se inició como autor de tangos. Tenía 16 años...
No todo es poesía aunque el tempo lírico sobrevuela toda su vida.Ya como activista gremial donde se desempeña en SADAIC, en distintos períodos, en los cargos de secretario, vicepresidente y presidente, siguiendo, aquí también, las huellas de su padre. Ya en la actuación política: entre 1954-55 es nombrado presidente de la Comisión Nacional de Cultura. Por esos años la caída de Perón, a cuya obra de gobierno adhiere sin eufemismos, lo somete a un período de ostracismo profesional que cesaría con el advenimiento de Arturo Frondizi. Su compromiso ideológico lo lleva, por esos tiempos, a integrar el Comité de Defensa de la Revolución Cubana junto a José María Lanao, con quien viaja –para certificar el apoyo– al país centroamericano.
De su labor de autor teatral y escritor merecen destacarse: el sainete en tres actos El patio de la morocha, que cubrió tres exitosas temporadas; Tango en el Odeón y una farsa para niños: La palabra del diablo. En 1947 publica Danzas argentinas, una colección de poemas. En 1966, el álbum gráfico y periodístico Buenos Aires, tiempo Gardel. En 1967 Prostibulario, que incluye un ensayo titulado Prostíbulos y prostitutas.
De 1970 data su novela Amalio Reyes, un hombre, llevada a la pantalla por Enrique Carreras con Hugo del Carril, ese mismo año.
En su nutrida y múltiple trayectoria, también compone música incidental para películas tales como Juan Moreira, dirigida por Nello Cosimi, y para Galería de esperanza e Internado, de Carlos de la Púa –como director cinematográfico–. En 1937 termina el guión cinematográfico de La ley que olvidaron completando la labor que la muerte de su padre deja trunca.
Y, como si fuera poca la ocupación, su amor por los animales lo vuelca a la creación del Movimiento Argentino de Protección al Animal (MAPA): Empecé con un perro. Tenía una cara triste... relata emocionado. Un andrajoso pichicho abandonado lo conmueve y despierta una vocación protectora de los animales que complementa al hombre sensible y profundamente humano. Esos pequeños seres que él advertía inteligentes reciben también, de alguna manera, la poética catuliana.
Al sobrevolar la obra de Cátulo se advierte que uno tiene incorporados, como una vacuna de porteñidad, el café, la calesita, el paredón..., un poco de recuerdo y sinsabor. El Caserón de tejas y Tinta roja (con Sebastián Piana), Café de los Angelitos (con José Razzano), La cantina, La última curda, Una canción, Desencuentro, ¿Y a mí qué?, A Homero (con Aníbal Troilo), Anoche (con Armando Pontier), El patio de la morocha y La calesita (con Mariano Mores), El último café y Perdóname (con Héctor Stamponi).
Son títulos, sólo algunos de los más destacados, esos que con sólo nombrarlos transportan y convocan al giro de la calesita en la esquinita sombría, y hacen sangrar las cosas que fueron rosas un día, cuando el patio de la morocha, ...tuvo frescor de sombras como el alero. Pudo ser en cualquier lugar de la ciudad, pero fue en el Barrio de Belgrano, caserón de tejas, un día en que yo estaba en el cordón, desesperado, nublada la razón, deshilachado... Lo sé, fueron años de cercos y glicinas, de la vida en orsai, del tiempo loco. Y apareciste vos: el otoño te trajo, mojando de agonía, tu sombrerito pobre y el tapado marrón. ¡Qué pálida tenés la tez marfil...!, te dije entonces.
Hoy llega tu recuerdo en torbellino, vuelve en el otoño a atardecer, miro la garúa, y mientras miro, gira la cuchara de café. Golondrina perdida en el viento, por qué calle remota andarás... ¡Ya sé, no me digás! ¡Tenés razón! La vida es una herida absurda, y es todo tan fugaz...
Quisiste con ternura, y el amor te devoró de atrás hasta el riñón. Ese amor..., el viejo amor que tiembla, bandoneón, y busca en el licor que aturde, la curda que al final termine la función corriéndole un telón al corazón.
Lo escribiste para Homero, pero bien vale para tu ausencia: Vamos, total al fin nada es cierto, y estás, hermano, despierto juntito a Discepolín.
Mario Bellocchio
Callejeando historia
Cátulo Castillo y un recuerdo de infancia
Allá por el Centenario era común para los porteños caminar por calles que homenajeaban a personas que habían conocido, valga la redundancia, personalmente. Más aún con la urgencia de rebautizarlas al compás de la muerte de hombres públicos como Humberto I, Bernardo de Irigoyen, Manuel Quintana, Carlos Pellegrini o, en su caso extremo, en vida, como lo sucedido con Bartolomé Mitre cuyo nombre se dio a la antigua Piedad en 1901, al cumplir aquél 80 años. Pero los porteños de hoy en día –en general– poco o nada conocen del significado del nombre de las calles que transitan... Son nombres, nada más, simples referencias que podrían ser cambiadas por números como en La Plata, pero que conservamos por tradición. Son nombres que han sido resignificados como hitos urbanos, identidades barriales o incluso de clase: no es lo mismo Boedo y Chiclana que Alvear y Callao. Pero cada tanto, en muy pocas ocasiones, hallamos un nombre que para nosotros tiene carnadura, sangre y hueso; queda más de un porteño que conoció a Discépolo, a Balbín, a Anselmo Aieta, a Felipe Vallese, a Marechal, a Quinquela Martín o a las Madres de Plaza de Mayo homenajeadas en Puerto Madero, para no abundar.
Valga toda esta introducción porque por primera vez, y esperando que sea la última, este cronista callejero va a abandonar el tono impersonal para referirse a una calle porque para él que Pedro Echagüe, entre Pichincha y Sánchez de Loria, fuera renombrada como Cátulo Castillo encierra algo así como justicia poética. El cronista se crió en Loria (como entonces se decía) y Pedro Echagüe y por ésta fue y vino del colegio Bernasconi, en ella jugó homéricos picados con la de goma, se tiró desde 24 de Noviembre en carrito de rulemanes, jugó a las escondidas y acechó la salida de la vecinita que vivía en una casa de paredón corrido que hasta tenía un ciego, siempre con saco blanco, que fumaba en el umbral. Y el padre del cronista –aunque bastante menor en edad– era amigo de Cátulo, por lo que uno de sus más lejanos recuerdos infantiles es una visita a la casa de Ciudad Evita en la que el músico y poeta –perseguido por la Revolución Libertadora al punto de impedirle cobrar los derechos de autor– se había refugiado. El cronista recuerda una piragua y se ve con un grupo de pibes en un arroyito o riachuelo cercano a la casa... Y luego sus recuerdos ya son más claros, por haberlo visto en varias oportunidades, siempre de la mano del viejo, y porque su hermano menor lleva por segundo nombre Cátulo porque el otro fue su padrino, y suerte que fue de segundo nombre y con el acento esdrújulo como debió hacer el otro, porque igual sufrió toda su infancia las fáciles bromas que el piberío, sin saber latín, le hacía al restituir al nombre el original acento grave: Catulo y no Cátulo.
Por eso dice el cronista –que ya se halla en la edad en que uno se pregunta ¿...quién se robó mi niñez?– que siente esta denominación como justicia poética por más que no hayan puesto a Cátulo por San Juan y Boedo, o en su calle Castro natal y piensa que, al fin y al cabo, él se hubiera sentido a gusto en Parque Patricios. En todo caso, piensa en él como una sombra tutelar sobre lo que queda de estos barrios que poco a poco se van poblando de torres, él que le cantó a otra Buenos Aires que también se estaba yendo, aquella ciudad de la Milonga del mayoral, o del Patio de la Morocha, Cornetín, La retrechera, Mangangá o el de Patio mío. Y en realidad, lo de sombra tutelar le viene como anillo al dedo a Cátulo pues, según refería el padre del cronista, era bastante creyente en las “ciencias” esotéricas o, por lo menos, en la trascendencia del alma. Como ejemplo, solía contar Cátulo que el tango Mensaje, cuya música le había sido dejada por Discépolo –como les quedó a los hermanos Expósito Fangal– para versificar, le pertenecía a éste totalmente pues había escrito la letra una noche en que se encontraba desasosegado y sin poder conciliar el sueño, por lo que se levantó, se sirvió un whisky y entró en un trance tras el cual se encontró con los versos terminados, redondos. Decía que el detalle del whisky era revelador pues él no solía tomarlo y, en cambio, Discépolo lo hacía en cantidades, decía que él –su espíritu– había escrito los versos a través de su mano o, por lo menos, se los había dictado: Hoy, que no estoy, como ves,/otra vez con un tango te vuelvo a llamar./Yo, que no tengo tu voz.../Yo, que no sé ya ni hablar...
Y cree el cronista que en varias de sus letras se refiere Cátulo a esta trascendencia espiritual. Es cierto que se puede decir que no son más que imágenes poéticas, pero en el vals Caserón de tejas, ...en aquel caserón de Belgrano/venciendo al arcano nos llama mamá. Cuestionar la realidad de la Muerte como punto final, planteándola como otro nivel de existencia, es propio de la mayor parte de las religiones, pero llamarla “el arcano” nos remite a creencias entre teosóficas y espiritistas, a las doctrinas de la reencarnación o la transmigración de las almas que estaban muy en boga durante la juventud de Cátulo, aún entre anarquistas y librepensadores. Véase si no el final de Perdóname –que no podemos dejar de evocar en la voz de Héctor Pacheco– cuando dice: Vamos, total qué importa,/la muerte corta el hilo de cristal, que recuerda la creencia en el cuerpo astral al que estamos unidos por un hilo de cristal o un cordón de plata, como sostienen el budismo lamaísta y otros cultos. ¿Tendría esta raíz esotérica el enorme amor de Cátulo por los animales? En un antiguo reportaje reproducido por Ricardo Horvarth en la página web del Centro Cultural de la Cooperación “La ciudad del tango”, dice Cátulo de los bichos que empezó a recoger durante su exilio interno y lo llevarían a fundar, más tarde, MAPA: Empecé con un perro. Tenía una cara triste y los ojos llorosos. Estaba tan estropeado, tan lleno de piojos, era una cosa tan insignificante, que parecía un hombre. Otra vez, los chicos me avisaron que cerca de la ruta (yo vivo en Ciudad Evita), una perra estaba herida. Me han fusilado a la perrita porque la muy pecadora está embarazada. Le pegaron cinco balazos y todavía vivía. Cinco balazos pegados con furia. El que tiró fue tan cruel, tan severo, tan inexorable, que parecía un hombre, pero era un perro.
Y tal vez sea en una de sus últimas composiciones, una balada con música de Héctor Chupita Stamponi llamada Tenés servido el té y que grabó solamente –por lo que sabemos– Graciela Yuste, donde más se evidencia el poeta “extraño”, iluminado o visionario: Un avión en la niebla ha perdido la senda del viejo país./Los dragones de piedra bostezan su hastío. Los dioses no están./La aventura del mundo es un beso traído del fondo del mar./¡Con sus ojos humanos, siguiendo a una estrella, solloza el delfín!...
Pero en fin, quizá no sean más que impresiones del cronista, que conoció en su infancia a un hombre que, además de toda la obra que nos dejó, hoy es una calle de Buenos Aires, al que muchos llamaban San Cátulo y al que le cabían los versos que, según decía, habían sido escritos por Discépolo: Bueno y nada más,/que siendo bueno, no hay odio,/ni injusticia, ni veneno/que haga mal.
Diego Ruiz
A 113 años del nacimiento del pionero del Grupo Boedo
Evocando a Castelnuovo
Cuando a Victor Hugo le preguntaron cuál era el primer poeta francés de su época, dijo que Lamartine era el segundo. Si me preguntaran a mí –declaró refiriéndose a esa anécdota Roberto Arlt– quién es el primer cuentista argentino, no diría que Elías Castelnuovo es el segundo. Diría que es el primero. Así valoraba Arlt al uruguayo-boedense nacido en el Palermo montevideano un 6 de agosto de 1893. ¿Qué mejor evocación entonces que uno de sus relatos?
Son las tres de la tarde.El calor, no obstante, en este momento, es tan fuerte y violento como lo era al mediodía.
Un sol incandescente y deslumbrante reverbera ahora sobre los adoquines de la calle.
De rato en rato, se oye el crujido de las chapas de cinc que cubren los techos y las paredes del caserío que se extiende a lo largo de la ribera y todo el paisaje portuario se asfixia materialmente bajo el peso de una temperatura agobiante.
El termómetro marca 40 grados a la sombra.
De las aguas grasientas del Riachuelo se levanta una cortina de vapor que impide ver con nitidez el perfil de los barcos anclados en los muelles.
Un empleado, con una carpeta bajo el brazo, atraviesa corriendo la calzada. mientras algunos perros, tirados bajo la recova de los galpones, siguen sus pasos, con la lengua colgante y respirando ininterrumpidamente.
El aserradero, que funciona dentro de una barraca del otro lado del Riachuelo, se halla desde la mañana en plena actividad. Varias hachadoras y circulares eléctricas cortan y despedazan de continuo los troncos que les van arrimando las grúas movidas por un carro automotor.
Se oye el rasgueo infatigable y lúgubre de las sierras mordiendo vertiginosamente los nudos de la madera. al par que los guinches entran y salen de la barraca llevando y trayendo en sus trompas, como los elefantes, los materiales de la faena.
La barraca sólo cuenta con dos grandes portones por los cuales se realiza el recambio de ida y vuelta de las máquinas, de modo que en su interior reina una penumbra perpetua, al extremo que las zorras, arrastradas a mano, tienen que abrirse paso en la oscuridad mediante los gritos desesperados de la peonada que las manejan.
El contraste de luz y sombra aquí es violento. Cuando el conductor del guinche pasa del tinglado a la explanada de la ribera, se lleva inmediatamente una mano sobre los ojos para amortiguar el lamparazo de los rayos solares.
Por el empedrado circulan en todas las direcciones vagonetas y carros de cuatro ruedas, en tanto que una locomotora de bolsillo efectúa maniobras silbando tenazmente para despejar el tránsito.
El guinchero, pegado casi al motor, suda copiosamente, debido a que se mueve virtualmente entre dos fuegos. El fuego del sol y el fuego del motor que impulsa el catafalco. Está congestionado y rojo como un ladrillo, accionando incesantemente una serie de frenos y palancas y observando alternativamente la cabria del guinche, la dirección y el balde, completamente absorbido por su trabajo. Si logra interinamente una tregua se rasca el pecho como si tuviese urticaria, mientras procura, en vano, con la gorra, secarse el sudor que le baña totalmente la cabeza.
De tanto en tanto, algún remolcador solitario corta perezosamente las aguas negras del riacho que por efecto del calor rezuman como una cloaca.
El cielo, inmóvil, igual que una bóveda de piedra, no muestra el menor estremecimiento ante el bombardeo a que es sometido por la radiación solar.
A los costados de los diques, una fila de transportes de ultramar, según los casos y las banderas, o carga toneladas de trigo o descarga toneladas de carbón.
Por la mañana, atracó allí un barco inglés, procedente de Cardiff, y se lo está ahora vaciando de su cargamento. A su lado, por el río, se encuentran amarradas dos chatas, sobre las cuales se va depositando el carbón que una cuadrilla de obreros extrae de las bodegas. La operación se ejecuta simultáneamente por las dos puntas del navío, o sea: por la proa y por la popa y simultáneamente también se verifica la descarga en tierra sobre los carros y en el río sobre las chatas. Un hormiguero de hombres, allá abajo, llena los baldes, dos baldes enormes, uno que va repleto de hulla y otro que regresa vacío, soltando entretanto una nube de polvo por el camino que oscurece por completo la perspectiva. Por momentos, no se distingue más que un pozo tenebroso y profundo; por momentos, se filtra un rayo de luz y se puede ver entonces a una que otra criatura que se agita en el fondo del pozo como un dibujo de tinta china; por momentos, finalmente, el sol rompe la nube de polvo que cubre la boca del abismo y se alcanza a percibir un hervidero de hombres que revuelven con sus palas las entrañas del carbón. Algunos, tapan su vergüenza con una bolsa de arpillera ceñida a la cintura; otros la ocultan con unos pantalones cortos y otros, por último, lo hacen a calzón quitado, sin plantearse la disyuntiva de vergüenza alguna. Aunque yacen a cinco o seis metros de la cubierta, dan la impresión de encontrarse a varios kilómetros del nivel de la tierra.
Los baldes no dejan de subir y de bajar ininterrumpidamente. Los cables y las poleas a su vez no dejan tampoco de chirriar, mientras la carrocería de los guinches rueda y trepida sobre los rieles promoviendo un ruido semejante al paso de un ferrocarril.
Dos hombres, al rayo del sol, vigilan desde la cubierta la subida y la bajada de los baldes. Ambos apoyan los brazos contra la borda, miran al fondo del abismo, y cuando está por llegar el balde al suelo de la bodega, gritan:
–¡Guarda abajo!
Las sombras que pululan en el hoyo entonces se apartan y enganchan otro tacho y otra vez los hombres que vigilan la maniobra vuelven a gritar dirigiéndose ahora al guinchero:
–¡Ya! ¡Iza!
Un balde sube y otro baja siempre sobre las cabezas de una cuadrilla de obreros que cargan y descargan envueltos en una nube de polvo. Algunos tachos están agujereados y dejan caer en el ascenso un reguero de cisco sobre los trabajadores.
Las palas, removiendo el mineral, levantan, asimismo, una polvareda que se remonta, haciendo tirabuzones, hasta la cubierta del buque, para ser barrida allí por los pantallazos del sol.
La actividad de los obreros de la bodega es vigilada por un capataz que los apura constantemente. Cuanto menos tiempo permanezca el barco en los muelles, menos tiene que abonar la compañía por su estadía en el lugar.
–¡Vamos! ¡Vamos! -grita de cuando en cuando el capataz.
A veces, compadecido del sudor o de la fatiga de los cargadores, agrega: –¡Vamos, muchachos, que falta poco! y a renglón seguido:
–¡Dele, dele! –y la cuadrilla prosigue rascando sin cesar la montaña negra de la hulla, las palas y los brazos parecen ser parte de una misma máquina y todos juntos un solo aparato de carne y hueso, cuyos engranajes repiten sistemáticamente las mismas operaciones como si se tratara de una maquinaria de verdad. Soplan y jadean en cadena, escupiendo a menudo ruidosamente para expulsar los detritus del carbón. Sus rostros dejaron de ser ya rostros humanos. Parecen el negativo de una película fotográfica. Apenas se les ve las comisuras de los labios y unos puntos movedizos que se supone sean los ojos. Aquellos que trabajan desnudos se intuye que se encuentran así por la uniformidad de su figura, pero su desnudez no salta la vista, oculta por la capa de hollín.
El ruido, tanto arriba como abajo, a la postre, resulta infernal.
Los guinches giran hacia un lado y luego hacia otro, cargan y descargan, a veces noche y día, sin parar, hasta desagotar las bodegas del barco.
Mientras dura la operación, la cuadrilla solamente tiene descansos alternados de una hora para comer, debiendo volver de inmediato nuevamente a sus tareas.
La caldera encendida del buque recalienta las guarniciones de acero que recubren el casco.
Son las cuatro de la tarde y el sol da la sensación de no haber llegado aún a su apogeo. No sofoca ya. Quema, abrasa. De la tierra reseca y polvorienta de la explanada se desprende una reverberación de horno mientras que las aguas barrosas y muertas de los canales despiden un olor acre y nauseabundo. A menudo cae una gota de grasa sobre la superficie de la corriente y se derrite rápidamente describiendo círculos concéntricos en torno al casco de las chatas.
De vez en cuando, una voz que parte del fondo de la bodega, grita hacia arriba:
–¡Agua!
Y uno de los vigías baja entonces una lata de agua que va pasando luego de mano en mano allá abajo hasta quedar completamente vacía.
Cada veinte o treinta minutos se oye la misma voz y se repite la misma escena:
–¡Agua! ¡Agua!
Y siempre que baja la lata se ve correr a la cuadrilla y formar un grupo compacto a su alrededor como si fuese una recua de animales en torno a un abrevadero.
A medida que avanza la tarde, lejos de amainar, el sol redobla su furor candente.
Ahora desciende a plomo sobre el barco.
La voz que pide agua se hace cada vez más débil.
Ya no truena como al principio.
Ahora llega arriba como si saliese del fondo de una tumba.
–¡Agua! ¡Agua!
Cuando suena la sirena de las cinco, el escándalo y el movimiento se detienen bruscamente. Atraviesan en todo sentido hombres desmelenados, mugrientos y sudorosos, con bolsas y canastos de comida, corriendo o trotando. De las entrañas del buque inglés entonces emergen los carboneros como fantasmas y sin lavarse, sin hablar, sin quejarse, comienzan a tomar agua antes de ponerse a comer apresuradamente tirados sobre la cubierta de la nave. Una hora más tarde, vuelven nuevamente allá abajo hasta terminar la descarga.
De noche, aquellos que están francos o los que terminaron sus tareas llenan las cantinas y beben cualquier cosa para aplacar el calor que juntaron durante el día.
No es difícil tropezar entonces con algún infeliz durmiendo en una cuneta, tal vez borracho o tal vez soñando, que grita entre las piedras:
–¡Agua! ¡A... gua!
Elías Castelnuovo
Geografías
Nunca se sabe qué puede encontrarse detrás de una puerta. Abro la heladera, como un cazador burocrático, con la intención de cazar algo para improvisar la cena y me quedo mirando, la cabeza apoyada contra el marco, el paisaje desolador que se esconde en la caja helada. Hace rato que el sistema que impide la formación de hielo no funciona y un modesto témpano doméstico me dice que, tras la puerta blanca, la geografía no es la misma que afuera. Las paredes están cubiertas de escarcha y hay un silencio de muerte en los estantes vacíos. El cadáver de un limón, seco y blanquecino como una osamenta, recuerda que mientras vivió, tuvo un tibio color amarillo. Una hoja marchita de lechuga habla a las claras de que nada florece en ese frío desolado.
Las ciudades no siempre están donde engañosamente lo señalan los mapas. Las ciudades son nómadas y los viajeros –aun los viajeros inmóviles que apenas si salen de su casa– las llevan consigo y las despliegan en los lugares más insólitos. Ahora mismo, Moscú está en la caja blanca, en mi cocina. Es la misma Moscú que, en mi infancia, estaba en la voz de mi madre cuando cantaba un tango de geografía atípica: “No cantes, hermano, no cantes, que Moscú está cubierto de nieve y los lobos aúllan de hambre…”. Nunca entendí por qué precisamente un tango hablaba de nieves tan lejanas y hoy sólo encuentro una explicación en el carácter migratorio de las ciudades. Quizá sus autores –Manuel Ferradás Campos y Agustín Magaldi, a quien le decían “la voz sentimental de Buenos Aires”– se encontraron inesperadamente una Moscú dentro de un armario o dentro de la caja misma de la guitarra, no supieron qué hacer con ella y la usaron como escenografía absurda de un tango. ¿Después de todo, quién sabe qué hacer con la desolación helada que se descubre de improviso al abrir una puerta?
Saco el cadáver del limón y la hoja mustia de lechuga y los tiro a la basura con conciencia culpable. Hace tiempo que la inercia de los días me lleva de aquí para allá como a las ciudades migratorias y no tengo tiempo de almacenar en el cofre frío provisiones capaces de convertirse luego en calor y en reunión familiar en torno de la mesa. Dentro de la heladera hay un paisaje inmóvil que me recuerda a otro paisaje inmóvil de la infancia: el que yo misma generé cuando, en un descuido, dejé caer la Navidad blanca que me habían regalado y la vida se escapó de la esfera rota. La nieve nunca más volvió a agitarse sobre aquellos pinos y esa pérdida me acompañó para siempre. Nunca supe qué ciudad era aquella donde los chicos jugaban con muñecos de nieve, pero intuí que era, definitivamente, una ciudad que había quedado en el pasado.
De la heladera sale un viento casi imperceptible que tiene olor a derrota. Me imagino las huestes de Napoleón vencidas por el frío de Rusia. Recuerdo el comienzo de “Colmillo Blanco”, de Jack London, donde los trineos tirados por perros que transportan cuerpos de hombres doblegados por la muerte forman una caravana fúnebre.
Cómo es posible –me pregunto– que le haya permitido la entrada a este viento desolado que se me ha instalado en la cocina y que amenaza con apagar el fuego. Quizás era el mismo viento helado que salía por la boca de la guitarra de Magaldi cada vez que la agitaba como a una Navidad blanca en busca de su ciudad perdida.
Pongo la pava sobre el fuego para preparar un té que me libere de este frío. (¿Acaso debería preparar el té en un samovar, como en las novelas rusas?) La pava silbadora silba para avisarme que el agua ya está lista. Entre el vapor blancuzco reconozco la melodía que silba: “No cantes, hermano, no cantes, que Moscú está cubierta de nieve, y los lobos aúllan de hambre, no cantes que Olga no vuelve.”
Mónica López Ocón
De eufemismos y erudiciones
Concha, del latín conchula, diminutivo de concha, y éste del griego konhe. Cubierta exterior dura de algunos moluscos y otros animales, entre ellos, las tortugas y los caracoles, formada por una o dos valvas, y raramente por más. Ostra. Cavidad o receptáculo con dicha forma colocado en la parte delantera del proscenio de los teatros, que sirve para colocarse el apuntador, oculto a la vista del público. Buccinare conchâ (latín) dice el escritor y retórico romano Lucio Apuleyo (Madaura, Africa, hacia 125; muerto hacia 180), hablando de la primitiva trompeta romana, derivada del antiquísimo caracol marino de los helenos, llamado buccina. De las varias acepciones tomaré las que hacen al arte, además de algunas paremias, digamos: “meterse uno en su concha”: retraerse y no tratar con los demás; “tener más conchas que un galápago”: ser muy disimulado, reservado y astuto.
Asevera el reputadísimo Sopena que en Colombia, Perú y Puerto Rico, concha es cinismo y que “tener concha”, en Perú, es ser un fresco, y que la conchería, en Costa Rica, es una necedad, una tontería.
Veamos algo del conchero lunfardesco. Concha refiere popular y groseramente a las partes pudendas femeninas, y produce el conchudo: tonto; perverso; enconcharse, enamorarse perdidamente; de concheta, mujer, y concheto, joven, gente que merodea el mundo de la drogadicción, surgen chetas y chetos. En cuanto a la concha de la lora (donde lora es mujer), es expresión de origen prostibulario que señala fastidio (Gobello dixit).
Concha marina. Le son equivalentes cuerna, cuerno, aliara: especie de bocina hecha de un cuerno de buey, búfalo u otros animales. Artísticamente, quienes más literatura musical hicieron de la concha marina fueron los hindúes. Concha marina hindú: instrumento primitivo mitológico, compuesto del cuerno de un animal, llamada por ellos ananta vijaya o sringa; barasaka o barataka; gomukha; sankha; sughosa. Ananta vijaya: especie de caracola o concha marina hindú. Anantia-vijaya: bocina sagrada hindú, mencionada en la guerra que forma el asunto del poema épico Mahâ Bhârata (Ananta Lahari): instrumento monocorde, usado por los cantores mendicantes de la India. Barasaka o barataka: gran caracola trompeta hindú. Gomukha: especie de trompa o bocina hindú, formada por una concha marina parecida al buche de una vaca. Sankha: concha marina hindú; a) sankk: bocina hindú; b) sankha: trompeta hindú antiquísima, formada por una concha marina; c) sankha: a), b), y c) deben designar un mismo instrumento. Su- ghosha: concha de la India. Sringa: a) concha marina hindú; ranaçringa o rana-çringa: trompa guerrera hindú, usada antes en bandas militares y luego en los cortejos y ceremonias religiosas, con forma parecida al instrumento europeo serpenton. Ramsinga (o, según otros autores, taré) es una trompeta hindú con un largo de dos metros (su complicada estructuración puede consultarse en cualquier buen diccionario musical) destinada al uso en los entierros por la condición de sus sonidos, graves y fúnebres.
La gran concha o caracola marina puede verse en el italiano buccina y en el francés bouret de mer, pero ahora concha marina terminada en punta agujereada que tiene como una bocina, y de la que se hace mención en la mitología. Buccinmarin (bocina marina). Especie de trompeta generalmente de hojalata, que sirve para hablar a la distancia desde un buque a otro. Jacobo Meyerbeer (Berlín, 1791; París 1864) la empleó en el Wals infernal de Roberto Il Diavolo. Los tritones mitológicos de Baco yendo a la conquista de la India hacen sonar la concha marina, convocando en torno del conquistador a los sátiros y bacantes. Esa concha, la bocina, era tocada por un bocinero, en latín buccinator: trompetero, clarinero.
Bocinar es revelar algo indiscretamente. Sí algún lector me envía a la India para encontrarme con la concha de la lora, le sugiero oírla en la creación de quien fue su primer elegiógrafo, el pianista Manuel Oscar Campoamor, nacido en Montevideo y fallecido en Buenos Aires (1877-1941), a través de su siempre lozano tango eufemísticamente titulado “La C... de la Luna”.
Mario Valdéz
LOS MEDIOS VECINALES INFORMAMOS QUE...
Si bien el GCBA cumple con la ordenanza n° 52.360 que lo obliga a pautar publicidad en medios barriales, se desentiende de los pagos de tal manera que dificulta la continuidad de esos medios.
¿Apoyo o traba?
Los medios vecinales hoy llegamos a más de un tercio de los habitantes de la ciudad. Entendemos que el valor de los medios barriales está en la pluralidad ideológica, que haciendo eco de una serie polifónica de voces, muchas veces, constituyen una alternativa a los medios masivos.
La Red de Medios Barriales –entidad de la que este periódico forma parte– reúne a periódicos, sitios web, programas radiales y producciones visuales independientes, reconocidos por el Gobierno de la Ciudad como proveedores de publicidad oficial según la Ordenanza 52.360. Hemos llevado nuestros reclamos a ámbitos como la Defensoría del Pueblo, la Auditoría general de la Ciudad y a la Legislatura.
Al momento de la presentación del reclamo, el GCABA lleva seis meses sin abonar sus avisos a los integrantes del Registro de Medios Vecinales que reglamenta la citada ordenanza. La situación compromete seriamente la continuidad de muchos de estos medios para los cuales al igual que para los medios masivos la pauta oficial es un componente importante de sus ingresos.
Consideramos que hay una traba a la libertad de edición que posterga a los medios barriales en beneficio de los medios masivos para que éstos puedan seguir ejerciendo el monopolio de la palabra.
Es nuestro parecer que las múltiples voces, la libertad de prensa y opinión son pilares básicos de una democracia abierta y transparente.
Ambito Solidario, Aquí Mataderos, Asociación Civil de Medios Barriales (en formación), Desde Boedo, El Abasto, El Adan, El Angelito de Palermo, El Reloj, El Vocero Porteño, En San Telmo y sus alrededores, Horizonte, La Santísima Trinidad, La Urdimbre, Mi Barrio, Nuevo Ciclo, Primera Página, Red de Medios Barriales, Reporter, Seudónimos, www.aquimataderos.com.ar, www.barriada.com.ar, www.barriodeflores.com.ar, www.boedoweb.com.ar, www.curiosamonserrat.com.ar, www.devotohoy.com.ar, www.devotomagazine.com.ar, www.ensantelmo.com.ar, www.la-floresta.com.ar, www.labocina.com.ar, www.laurdimbre.com.ar, www.nuevociclo.com.ar, com.ar, www.parquechasweb.com.ar , www.revistaelabasto.com.ar www.sancristobalweb.com.ar y siguen las adhesiones.
El nuevo tranvía
Se agrega una nueva línea tranviaria a la ciudad. Se suma así al recorrido formal del Premetro y al informal de “Los bondis de Aquilino” que circulan los fines de semana en el circuito de Caballito (Tranvía histórico que fogonea Aquilino González Podestá). El recorrido de esta nueva línea será de dos kilómetros. Estará funcionando en Retiro, según se planea, antes de fin de año. El servicio será diurno. La idea es extenderlo a otros barrios porteños.
El jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Jorge Telerman, el secretario de Transporte de la Nación, Ricardo Jaime, y el ministro de Planeamiento y Obras Públicas porteño, Juan Pablo Schiavi, firmaron un acta de acuerdo para implementar una red experimental de tranvías en la zona de Puerto Madero. El compromiso lo suscribieron en la Casa Rosada con la empresa francesa de transporte, Alstom, y las locales Ferrovías y Metrovías, esta última concesionaria de las líneas de subte.
Empezamos en Puerto Madero, desde Córdoba hacia Independencia. Pero después se extenderá desde el norte hacia Retiro, y también hacia el sur. Y estamos viendo otras trazas para que muy pronto el tranvía, complementándose con las obras subterráneas que se están haciendo, permita ir resolviendo los problemas de transporte, señaló el Jefe de Gobierno
En una primera etapa, el recorrido del tranvía será de dos kilómetros. Se
habilitarán dos formaciones que circularán con un vagón de gran tamaño, con capacidad para transportar a 320 personas. El servicio será diurno y tendrá una frecuencia de entre 10 a 15 minutos. El recorrido será paralelo a la avenida Eduardo Madero, entre Independencia y Córdoba, aunque la idea es que se extienda hasta la zona de Retiro y también hacia el sur de la Capital. Habrá estaciones cada cuatro cuadras. Durante el acto se fijó un plazo de entre 90 y 120 días, a partir del 1º de agosto de 2006, para la puesta en marcha del servicio.
Reportaje a Hugo Ditaranto
Hugo Ditaranto nació en Buenos Aires en 1930. Publicó Agropenario (Premio Fondo Nacional de las Artes), 1964; A pesar de todo (Premio Hoy en la Cultura), 1965; Cal y sombra, 1966; Album de familia, 1970; Los procesos, 1981; Fernando, un perro de verdad, 1983; Esperando, Cartas a mi hijo, 1993; Antología de lo publicado (1964-1970), 1993; La mandrágora alucinada, 2000; La vera historia del Bero (en colaboración con Pedro D’Alessandro), 2001; Un país para el olvido (al sur del purgatorio), 2001; Los desastres de la guerra, 2005.
¿Cómo es que Ditaranto llega al poema y a la escritura?
El poeta escribe por un problema interior, los presos escriben todos poesía, un tipo enamorado escribe poesía, o la afana para la mujer que ama, la poesía es estado afiebrado, de necesidad, algo que no podés evitar, es un vómito, una centella, un rayo, que te pega y lo tenés que largar; no hay otra forma.
Un día en el barrio de Liniers donde yo vivía, en El Trébol, tendría once años, los chicos querían jugar a la pelota en la calle, llovía, y mi vieja no me dejó, Usted se queda adentro. Me tiré sobre el piso de pinotea del comedor a dibujar, y veía el día gris y escuchaba que los chicos me llamaban, todo me parecía una injusticia, y de pronto mi vieja, que planchaba mientras escuchaba la radio, me chista y me dice que no interrumpa porque viene la novela. Me dio tanta bronca que abajo del dibujo escribí algo que decía Día gris hoy te aborrezco... y me di cuenta a partir de ahí de que podía expresar mejor mi bronca interior ante la injusticia con la escritura. Y esa lucha por la justicia después se transformó en justicia social, se transformó en que de viejo veo a los pibes cartoneros que se cagan de hambre y eso es lo que me lleva a escribir poesía.
Y en esto nadie nace de la nada. Me acuerdo que, estando enfermo, mi mamá quería que comiera la compota, y yo comía más o menos. Ella me decía: Te vas a morir, y yo no me quería morir. Yo veía las estampitas con la imagen de Jesús y no me parecía creíble, mi vieja era muy católica, yo a Cristo lo admiraba por su personalidad y en las estampitas parecía afeminado; el hombre es responsable de su cara, siempre. Pero en la esquina de casa vivía un hombre flaco, alto, con melena, cuando lo vi dije que ese sí era Cristo, y que tenía que ser su amigo, así no me moría nada. Ese hombre era Elías Castelnuovo, escritor.
Ya en esos años yo andaba a la búsqueda de libros que me probaran que Dios no existía, había dejado de creer, pero quería justificarlo, y ahí me agarró el sarampión Maiakovski, y empecé a ver el problema de la injusticia desde otro ángulo, hasta que conocí a Raúl González Tuñón. Yo lo iba a buscar a “Clarín”, en la calle Piedras, lo esperaba, él daba el presente y nos íbamos a un café, él se tomaba un mate cocido y yo también. Lo había conocido en mi casa cuando tenía catorce, quince años. Nunca lo pude tutear. Yo le leía mis poemas que eran sectarios, aburridos, y un día me dijo, Huguito, ¿tenés novia? Sí, la Baby, vive al lado de casa. Entonces me dice ¿Y por qué no le escribís un poema a tu novia? Dije que la injusticia, y él me dijo que lo podía escribir porque siempre iba a haber rosas, y después, con los años me fui dando cuenta de que efectivamente lo que me dijo Raúl era una premisa para llevar y ejecutar toda la vida.
Castelnuovo escribía en prosa, lo leí y hablamos mucho, nunca le dije que quería ser escritor, y de alguna manera adopté para mi poesía la forma que él tenía de estructurar su prosa. Yo estructuro mis libros de acuerdo al concepto que puede tener un prosista, o sea, en torno a un tema. Y a propósito de esto último, me parece que hoy se da una gran dispersión mental en los que escriben, y esto es el triunfo del poder, porque escriben en función del éxito y de la guita y otras cuestiones sin importancia, mientras tanto el mundo está hecho pedazos.
En Album de familia el poeta anota, Nuestra familia fue muy numerosa / quizá por eso nos castigó tanto la muerte. / Y buscamos oficios acostumbrados a ella. En el mismo poema leo [...] desesperados, el arte nos ató a su condena. Quisiera saber de la condena.
Album de familia creo que lo empecé a armar a los cuatro años, mirando fotos, lo publiqué a los treinta y nueve. En el medio vino la nostalgia, pero no como la anemia de la memoria, sino la nostalgia real, concreta, del pasado. Hoy en día la gente vive sólo el hoy, nadie le pregunta al abuelo de dónde vino y nadie piensa que mañana va a ser viejo. Yo, desde chiquito, sabía que el hoy era una maravilla, jugar a la pelota, pero también sabía que había un pasado. Y después está la muerte, la gran injusticia, y cuando tenés una familia numerosa, vivís rodeado por la muerte, y antes y después hay muertos, y la injusticia y los recuerdos fueron formando mi fondo de memoria, y como todo lo que te duele lo escribís, esa es la condena, esto si tenés memoria, para poder pensar en un mundo mejor; si no sos un boludo.
Querer un mundo mejor, ¿cómo?, y por ejemplo, ¿qué pasa con un asesino? Un asesino es alguien al que no le enseñaron otra cosa que a matar. Es su oficio, y San Pablo dice en la Biblia Al hombre lo salvará su oficio. Si yo quiero cambiar a ese asesino lo tengo que educar, darle casa, comida, trabajo, informarlo. Hay una película maravillosa, chilena, no me acuerdo el nombre, hay un tipo que mata porque es un animalito, anda por el barrio, por la calle, mata, quiere comer y mata. Lo agarran y lo llevan a la cárcel, y por primera vez duerme en una cama, sobre un colchón, tiene frazada, tiene techo y tiene comida, ese tipo empieza a modificar su vida, le enseñan a leer y a escribir, y después de veinte años, lo condenan a muerte, justo cuando el tipo ya era otro tipo. Es muy fácil salir a hablar boludeces en el programa de Grondona después de que violaron a una chica, no hay nada que justifique la miseria.
¿Cuál es la experiencia de Ditaranto docente?
Cuando estaba en tercer grado, la maestra pidió la libreta de casamiento de los padres, yo la llevé, y un chico que vivía a la vuelta de casa, Raúl, dijo que la madre no tenía. La maestra le dijo que era hijo natural; volví a casa, pregunté y me explicaron, y a mí me pareció un horror, cómo la maestra le va a decir así a un chico porque la madre no estaba casada. Al año siguiente tuve a otro mal maestro, Nenadovich, que te fajaba por cualquier cosa, había pibes que se asustaban porque veían que le había pegado a otro compañero y entonces se trababan cuando hablaban, y el animal les pegaba, y ahí, en cuarto grado, supe que yo no quería ser como estos tipos, ahí nació mi vocación de docente.
Cuando terminé la primaria y mi viejo, que era pintor, me preguntó qué iba a seguir, pensando que yo le iba a decir Bellas Artes, le contesté que maestro, y cuando fui maestro apliqué exactamente ese fondo de memoria que yo llevo, nunca le pegué a un chico, nunca maltraté, y yo no tomaba prueba escrita. En una charla que di para docentes, pregunté si a alguno lo habían torturado, contestaron que no, entonces les dije que ellos eran torturadores, porque no hay nada más torturante que un maestro, con mirada cínica, cuando dice saquen una hoja, y eso es picana, es una injusticia total, porque si un inútil de cuarenta años para evaluar a treinta pibes de quince precisa tomar una prueba escrita, es porque tiene un problema mental. Yo a los pibes les decía que nunca iba a tomar una prueba escrita, pero jugaba, les decía que tenían que estudiar y que teníamos que charlar. Pero un día informaba que la directora me exigía una prueba escrita. Todos se quejaban, yo quedaba como un traidor. Explicaba que este era mi trabajo y que teníamos que encontrar la manera de arreglar el asunto. Son tres temas, uno esta fila, dos aquella y chau, el tema uno va a hacer tal cosa, el dos tal otra... y les conté del machete. Todos preguntaron por el machete. Dije que era una tirita de papel donde se ponen los datos exactos que yo sé que no me voy a acordar, entonces a preparar un machete. Todos contentos. Pero otro día volvía sobre el tema, les decía que la directora quería elegir el tema para cada fila, que ella lo disponía, ¿entonces?, ahí está, hacemos tres machetes, bien, y le ponemos el nombre. La prueba es la semana que viene, avisaba, y si alguno tenía problemas con los machetes, mandaba a que le enseñe un compañero. Mañana tomamos prueba, avisaba, llega el día, mando uno a la puerta para que vigile por si venía alguien, y ordenaba, saquen los machetes, me dan los machetes; ¿Cómo?, ¿me saca los machetes?, no, voy a corregir los machetes, porque tu papá te manda a la escuela para que yo te enseñe, hacer un machete implica que vos tuviste que estudiar lo que no estudiás cuando te manda la de geografía; yo te hice estudiar y voy a corregir los machetes que vos hiciste.
Para mí la educación es transformación, yo tenía treinta tipos para formar y yo los iba a formar, iba a armar un escuadrón de la verdad. Las escuelas son cárceles y no hay conciencia de ello; desde lo edilicio, lo plantea Otto Ruhle en El alma del niño proletario, la estructura de una escuela es similar a una seccional, un hospital, una cárcel.
Escritores, maestros y admirados, ¿quiénes aparecen en la lista del poeta?
La lista es larga; cuando cumplí cincuenta años, me dije que tenía que elegir cien libros que me hayan dado vuelta, tengo setenta y seis y todavía no llegué a los cien. Hay libros como Si yo volviera a ser niño de Janusz Korczack o La gramática de la fantasía de Rodari, uno lo leí a los dieciséis y el otro a los cincuenta y cinco años. De los escritores argentinos, poetas, están Pedroni, Juan L. Ortiz, Raúl González Tuñón, Banchs. Yo empiezo a leer a tipos que quiero, Machado, Rimbaud, Eluard, y si me levanté cruzado y la lectura no me va, la dejo. La lectura es algo con lo que viví toda mi vida y me tiene que satisfacer, es como la comida; el otro día mi mujer me volvía a leer cosas de Castelnuovo, al que tanto leí de joven, y fue algo hermoso. Eso sí, en mi lista nunca vas a encontrar a uno de esos escritores que estructuran sus libros en función de hacer la carrera literaria, que es lo más parecido a lo que hace un ejecutivo, siempre dicen que sí, y dicen que sí hasta cuando el editor exige un cambio en la humanidad del personaje de la novela, porque de lo contrario no hay edición. Y así no es: si la novela es mía, estos son mis personajes; si querés otros, escribila vos.
Entrevista de Edgardo Lois
SABOR DE LATA Y DESAMPARO
Oh guitarra de doliente vino,
hay sabor de lata y desamparo
hay el suspiro de la luz devorada,
hay penuria ardiente,
hay valerosas uñas de pobreza,
hay el aullido de lo real,
hay una caricia vagabunda,
hay un cuchillo atroz,
hay un naipe agrio,
hay un tesoro transparente,
hay moscas y basuras,
hay una corona de burlas,
hay un trágico aguacero,
hay un olor desvalido
cuando insulta a la anónima
sepultura del aire
tu lepra apasionada.
Fulvio Milano
MEDIOS PERIODISTICOS BARRIALES EN APRIETOS
La virtual cesación de pagos del Gobierno de la Ciudad
compromete la continuidad de los medios barriales, cuyos responsables disponemos de recursos mínimos para seguir funcionando.
Desde el comienzo de la nueva Administración de la Ciudad se están comprometiendo la continuación de obras y el pago de servicios contratados. Para los medios barriales esta situación es grave. Algo más de un centenar de medios barriales de la Ciudad, entre los que predominan los gráficos, aunque también hay programas de radio, sitios web y producciones visuales independientes, recibimos una pauta publicitaria oficial, de acuerdo a los términos de una ordenanza que reglamenta nuestra actividad.
Esa pauta se traduce en un aviso mensual que Ud. puede ver en la página 7 de esta edición. Pero, si bien los términos del contrato estipulan el pago a los treinta días hábiles de publicado el aviso, el único resultado positivo logrado a la fecha es la liquidación en forma irregular (por caja chica) del mes de abril. Se trata de un serio incumplimiento de contrato que compromete la continuidad del medio que, por otra parte, paga al contado a su proveedor de imprenta y demás insumos.
La publicidad oficial no es una concesión sino un derecho adquirido. Para ser beneficiarios de la publicidad del Gobierno de la Ciudad, los medios barriales no podemos publicar más del 50% de avisos comerciales. El resto deben ser notas periodísticas y de ese conjunto al menos la mitad tienen que dedicarse a temas de los barrios o a la Ciudad de Buenos Aires en general.
¿Por qué aceptamos las limitaciones que impone el Gobierno?
Fundamentalmente porque es un derecho adquirido. A través de la movilización de representantes de los medios con el apoyo de diferentes sectores de la sociedad civil entre los que figuró la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires en el 2002 se logró la reglamención de la ordenanza N° 52.360 orientada a la promoción el periodismo barrial independiente mediante el otorgamiento de un aviso mensual a los medios comunitarios.
La seguridad contractual respecto al cobro por los doce meses de permanencia de la publicación en el Registro de Medios Comunitarios, reglamentado por la citada ordenanza. Esta seguridad teóricamente nos debería permitir hacer las previsiones de ingresos y egresos con plazos razonables cuando concursamos para obtener la reinscripción en el Registro Oficial.
Total independencia editorial. El hecho de publicar un aviso del Gobierno no limita nuestra libertad de opinión, como lo prueban las notas que aparecen en “Desde Boedo” desde noviembre de 2001. Dicho de otro modo, en nuestro caso, si la limitaran no hubiéramos aceptado la pauta oficial.
Conclusión. Por una serie de factores, los pequeños medios que salimos en los barrios estamos ahogados financieramente debido al atraso en los pagos de la publicidad oficial. La Red que nos agrupa realiza una serie de gestiones para sortear la situación. A fines de julio dio a conocer el comunicado que publicamos en estas páginas (ver “Los medios vecinales...”). La libertad de prensa se torna un concepto artificial cuando la libertad de imprenta depende de recursos que se escatiman.
(La presente es una síntesis de la nota publicada por Alfredo Roberti en “La Urdimbre” adaptada para “Desde Boedo”)
Mario Bellocchio
HISTORIAS CONTADAS DESDE BOEDO
Crónicas de la fecunda historia barrial que “Desde Boedo” recopila en esta publicación celebrando la aparición de sus primeros cincuenta ejemplares.
Querido Mario:
He leído algunas notas de tu “Historias contadas desde Boedo”.
Quiero agradecerte este trabajo, decirte que es muy importante, necesario, que el futuro solo es posible ejercitando la memoria, que la lucha no viene de ayer a la tarde, si no de mucho mas allá, que saber esto nos permite tomar contacto con la magnitud de la tarea de intentarnos mejores seres humanos que tratan de construir una sociedad más justa y que esto sólo será posible si podemos reconocer en nuestros actos a los muchos luchadores que lo intentaron desde el tiempo de los tiempos. A muchos les cuesta encontrar explicación a la maravillosa actividad artística vinculada con el pueblo que tiene Buenos Aires, desde Boedo tenemos algunas respuestas y vos con tu trabajo estas iluminando el camino.
Para vos y quienes colaboran, gracias. Un abrazo,
Manuel Callau
“Historias contadas DESDE BOEDO” puede conseguirse en la mesa de publicaciones de BAIRES POPULAR, los sábados de 11 a 14 en la vereda del “Margot” (Boedo y San Ignacio)