9.10.06


Nº 57
Octubre de 2006


La pantalla callejera gratuita vuelve al barrio. El cine en Boedo, por Mario Bellocchio

Callejeando historia: Juan Díaz de Solís, por Diego Ruiz.

La amenaza anónima: método de cobardes, por Mario Bellocchio.

Evocando a Pablo Rojas Paz a 50 años de su partida.

El monumento a Manuel Dorrego, por Miguel Ruffo.

Africa: un sugestivo recuerdo de Mónica López Ocón.

De Abuelas, Madres e Hijos, por María Virginia Ameztoy.

Las actividades culturales de la ciudad –y del barrio en particular– vistas Desde Boedo.

El debate por la futura Ley de Educación y la Red de Cultura de Boedo.
No hubo mayor utopía que esa, por Claudia Ferrentino.

Poema: San Cristóbal, mi barrio por Otilia Da Veiga

Editorial: El cierre de pequeños locales culturales. Por Mario Bellocchio

Edgardo Lois entrevista a Javier Correa Correa.
Descubre y nos descubre al escritor colombiano a través de sus respuestas y fragmentos de “La mujer de los condenados”.



La pantalla callejera gratuita vuelve al barrio

El cine en Boedo
Desde los primeros pasos en que las proyecciones cinematográficas instalaron su seducción, Boedo contó con los ámbitos que supieron cautivar aún más a los cinéfilos.

Zarkov prepara su aeronave para desviar el aerolito que va a chocar contra la tierra. Flash Gordon y su novia Dale viajan con el científico y desembarcan en el planeta Mongo. Yo no podía entender que se llamara así un planeta ni que hubiera un villano tan villano como Ming. ¡Qué malas eran las maldades de Ming! Y Flash Gordon, su víctima. O por lo menos eso aparentaba hasta la próxima semana, en que oblando otros diez centavos nos enteraríamos del desenlace de ese tramo de la historia.
¡Maní con chocolate, helaaados...!
La tele –¡qué paradoja!– sólo la conocíamos a través del cine, donde prolijas familias yankis disfrutaban de las imágenes que se veían en muebles mamotréticos con pantallas casi redondas. En la magia de la sala oscura y las butacas reinaban: las seriadas, que te dejaban colgado con la intriga, el “continuado”, la “completa”, el “día de damas”...
El cine, desde sus comienzos, fascinaba a espectadores de toda edad –peligroso celuloide de por medio– con sus documentales o pequeñas historias dramatizadas por actores que más tenían de mimos por su necesaria mudez.
Del Boedo de comienzos del siglo XX se recuerdan las primeras experiencias: ¿serán las de “El Capuchino”? A Francisco Niers se le ocurrió que en su boliche de la calle Europa (hoy Carlos Calvo) 3621, por diez guitas, se pudiera disfrutar una función de cine y un capuchino. Años más tarde Juan Spíndola bautizaría a la sala como “Los Crisantemos”.
Por aquellos tiempos –¡tan en pañales el nuevo arte!– seguramente las experiencias amateurs de proyección deben de haber sido numerosas. Como la que se cuenta del pintoresco paisano Pedro Aranguren que, dicen, acostumbraba pasearse por el barrio en ropas típicas montando un pingo criollo. Lo cierto es que su fervor campero no le impedía estar al tanto de los avances técnicos con la aparición del nuevo medio. Así que instaló en los fondos de su casa –San Juan entre Castro Barros y Colombres– una habitación para proyección, cobrando un ingreso de diez centavos, a veces, al que podía.
Ya vendría la época de las salas con butacas y detalles de confort. Como el “Cine-teatro Boedo” (Boedo 949) que completa sus primeros dos años de existencia (1916-18) a pura proyección, carente de concreciones teatrales. El “Los Andes”, de Boedo 777, con las especiales características de su sala. El “Alegría”, en Boedo 875, luego “Select Boedo”, con su subsistente mascarón de payaso como corona edilicia (¿Frank Brown, Pepino el 88?). La particular historia del “Cine Mitre” (Boedo 937), luego un “Moderno” que nadie conocía por su modernidad sino por su fama –mala– con el mote de “La Piojera”; sólo habitado por mujeres... en la pantalla, donde, ni así, quedaban a salvo de un huevazo o el impacto de un maduro tomate.
Los cines de la periferia del barrio también tuvieron su protagonismo: el “Odeón II” en avenida La Plata 1782, contiguo al Viejo Gasómetro; el “Cóndor”, en su primitiva ubicación de avenida La Plata 754; el “Follies Boedo”, en Boedo 1941; el “Bristol Palace” de los hermanos Verri, en Independencia 3618; el “Del Plata”, en avenida La Plata y Carlos Calvo; el “Gran San Juan”, de San Juan 3246...
¡Maní con chocolate..., helaaaados!
Allá por febrero de 1929 el constructor Vicente Rossi toma un par de fotografías del recién inaugurado “Cine Nilo” (Boedo 1063). Los carteles anuncian a Hobart Bosworth en “Corazones de roble”. La sala luce su espectacular estructura. El escenario, sus palcos, el telón tromp d’oeil haciéndonos creer sus pliegues y cordones y la coronación del grupo escultórico, a la postre, único sobreviviente de una depredación inútil que hoy flota sobre los electrodomésticos de HiperRodó, lejos del acto inaugural de la Peña Pacha Camac celebrada en ese ámbito ante la carencia espacial de la terraza del Biarritz.
Faltaría el ¿último? hito de esta historia: un espacio incorporado como sala que fue/es el de mayor dimensión. En noviembre de 1945 el “Gran Cine Cuyo” ilumina su pantalla por primera vez y va a constituirse en el representante de “estrenos simultáneos con el centro” hasta los últimos peldaños de su vida como sala de proyección. En tiempos muy recientes, fogoneados por la Junta barrial se hicieron funciones recordativas, reeditadas en estos días para deleite infantil con motivo de refirmar “El derecho del niño a jugar”.

De vez en cuando, en el barrio había “cine municipal”. Aparecía un camión con un vociferante muchacho que anunciaba “cine gratis” y por la noche se tendía un blanco telón y se convocaba allí a los vecinos, para asistir a ese simpático cine, que también pasó a ser un recuerdo. Rememora Diego A. del Pino en su “Ayer y hoy de Boedo”.
Con el respeto que nos merece tan prestigioso relator de nuestra historia barrial, vamos a tratar de desmentirlo. Que el recuerdo, como un rescoldo atizado a tiempo, reavive la llama del presente.
Con la intemperie y su encanto como entorno. El perfume de los paraísos, quizás una luna cómplice o –¡lagarto!– una amenaza de lluvia como riesgo. Una vecina mirando desde el balcón y más de un espectador con el termo y el mate. Que vuelva a rodar la pelota de trapo y resucite el centroforward para morir al amanecer.
En la cortada, nuevamente, el “cine municipal”, diría don Diego.
Mario Bellocchio

FUENTES CONSULTADAS
*Diego A. del Pino; Ayer y hoy de Boedo; Ediciones del Docente; octubre 1986.
*Silvestre Otazú; Boedo también tiene su historia; Papeles de Boedo; 2002.
*A. Lomba, A. N. Rodríguez; Manual histórico geográfico del barrio de Boedo; JEHBB; 1998.


Cine al aire libre en Boedo y San Ignacio
Baires Popular, Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken y CGP Comunal 5 presentan “Cine en la Cortada”. El ciclo de proyecciones cinematográficas se realizará los días viernes de octubre y noviembre a las ocho de la noche basado en dos temáticas: fútbol y óperas prima de acuerdo a la siguiente programación:
CINE Y FUTBOL
(Viernes de octubre a las 20)
Viernes 6: Pelota de trapo, Dir.: Leopoldo Torres Ríos. Viernes 13: El crack, Dir.: José Martínez Suárez. Viernes 20: El centroforward murió al amanecer, Dir.: René Mugica. Viernes 27: Fútbol argentino, autor Osvaldo Bayer. Dir.: Víctor Dinenzon.
OPERAS PRIMA
(Viernes de noviembre a las 20)
Viernes 3: Un día de suerte. Dir.: Sandra Gugliotta. Viernes 10: Sólo por hoy, Dir.: Diego Lerman. Viernes 17: El descanso. Dir.: R. Moreno, U. Rosell y A. Tambornino. Viernes 24: Herencia. Dir.: Paula Hernández.

LA ENTRADA ES LIBRE Y GRATUITA


Callejeando historia

Solís, el Río de la Plata y los indios
En varias oportunidades hemos comentado, en esta columna, cómo gran parte de los descubrimientos y fundaciones en territorio americano se debieron a la rivalidad entre España y Portugal. Apenas conocido el hallazgo de nuevas tierras en Occidente el papa Alejandro VI –el valenciano Rodrigo de Borja, que se italianizó Borgia y fue padre de César y Lucrecia– debió dictar varias bulas para demarcar los dominios de ambas potencias, entre ellas la Inter Coeteris que fijaba un meridiano dividiendo el globo terráqueo como una manzana de Sofovich. Pero no bastó con la autoridad papal; el rey portugués Juan II se declaró insatisfecho y el 7 de junio de 1494 se firmó el Tratado de Tordesillas conviniendo trasladar la línea papal 370 leguas al oeste del Cabo Verde y en esto los portugueses estaban haciendo trampa, pues ya tenían conocimiento de las costas brasileñas a través de los viajes “clandestinos” de Joao Coelho en 1492 y 1494. En realidad, esto de los viajes secretos fue una práctica generalizada: en 1498 anduvieron explorando esta costa Duarte Pacheco Pereira y los españoles Vicente Yáñez Pinzón, Juan de la Cosa, Rodrigo Bastidas y Alonso de Ojeda, dos años antes del descubrimiento “accidental” del Brasil por Alvares Cabral, que tenía que ir al Oriente por el cabo de Buena Esperanza y argumentó que un fuerte temporal lo mandó para el otro lado, fraude que no se creyó nadie salvo algunos historiadores brasileños posteriores.
En uno de esos viajes, realizado en 1508, un piloto llamado Juan Díaz de Solís exploró las costas mexicanas y venezolanas acompañado por Yáñez Pinzón, De la Cosa y Américo Vespucio. Se ha dicho y se repite que Solís habría nacido en 1561 en Nebrija, Andalucía, pero el gran historiador chileno José Toribio Medina demostró con documentación que era, en realidad, portugués y que había huido a Castilla por cuentas graves con la justicia, siendo marino desde la juventud y suponiéndose que debe de haber navegado al extremo Oriente y por las costas africanas al servicio de la Casa de Indias portuguesa. Lo cierto es que a la vuelta del viaje de 1508 fue apresado por desacuerdos con Yáñez Pinzón, pero en 1512 gozaba nuevamente de gran prestigio y al morir ese año el “piloto mayor del Reyno”, Américo Vespucio, fue elegido para sucederlo y se le encomendó viajar a Oriente para fijar la línea de demarcación que antes comentábamos pero, ya firmadas las capitulaciones, una nueva queja del rey de Portugal suspendió indefinidamente la expedición.
En 1513 se produjeron dos hechos que iban a tener consecuencias para nuestra historia, pues el 25 de septiembre Vasco Núñez de Balboa descubría el océano Pacífico después de atravesar el istmo de Panamá en una empresa verdaderamente de locos –práctica y literalmente se echaron los barcos “al hombro”, los arrastraron por la selva–, y Nuño Manuel y Cristóbal de Haro, con el piloto Juan de Lisboa –al servicio de Portugal–, exploraban la costa sudamericana hasta la Patagonia y al pasar por el actual Río de la Plata, que llamaron Santo Thome, lo tomaron por un estrecho entre ambos océanos, lo que tuvo pronta divulgación como lo demuestran planos de la época y la reacción de la Corona española, que firmó una capitulación con Solís el 24 de noviembre de 1514 fijando expresamente que debía tomar posesión de ese “estrecho”. Así pues, el 8 de octubre de 1515 y en el mayor secreto partió Solís de Sanlúcar de Barrameda con una nave de sesenta toneladas y dos de treinta, embarcando sesenta tripulantes entre los cuales iban su hermano, su cuñado, Diego García de Moguer –quien dará luego que hablar– y el ya conocido Juan de Lisboa pues algunas lealtades, en ese tiempo como en todos, pasaban por el mejor postor.
En enero o febrero de 1516 llegó la expedición al Paraná Guazú que Solís llamará Mar Dulce, luego será nombrado Santa María, del Jordán, de Solís y finalmente, por la creencia de que llevaba a la mítica Sierra de la Plata, los portugueses bautizarán Río de la Plata. En el estuario exploró y dio nombre al cabo Santa María y a las islas de Torres, Martín García –donde enterró al tripulante de igual nombre– y San Gabriel, en la que años más tarde se pensará para fundar Buenos Aires, y también ancló en una ensenada natural, en Maldonado o Montevideo, tomando posesión de la tierra en nombre de España bajo la denominación de “puerto de la Candelaria”. Siguió explorando las costas y en la actual Colonia, frente a San Gabriel, desembarcó con seis hombres entre los que estaban el contador Alarcón, el factor Marquina y el grumete Francisco del Puerto, con tal mala suerte que cayeron en una emboscada de los charrúas y se levantó, al decir de Borges, “...una estrellita trémula/ para alumbrar el sitio/ en que ayunó Juan Díaz/ y los indios comieron” porque estos aborígenes practicaban la antropofagia ritual. Sólo perdonaron a Francisco del Puerto quien diez años más tarde se encontrará con la expedición de Sebastián Gaboto, al que le dará manija con la Sierra de la Plata –aunque vale aclarar que no había que darle mucha, pues todos estos exploradores ya se la daban solos–, y morirá viejo en España dándole tema a Juan José Saer para escribir su magnífica nouvelle “El entenado”.
Después de este desastre la expedición resolvió volver a España bajo el mando de Francisco de Torres y Diego García de Moguer, se abastecieron de carne en la Isla de los Lobos, y en el Puerto de los Patos, frente a Santa Catalina, naufragó una de las naves cuyos tripulantes, dieciocho, se dividieron en varios grupos. Unos, viajando hacia el norte, fueron hechos prisioneros por los portugueses y remitidos a Lisboa, otros se instalaron en las inmediaciones de Los Patos y otro, Alejo García, se entusiasmó con las leyendas aborígenes del Rey Blanco y la Sierra de la Plata y, acaudillando a cuatro o cinco españoles y centenares o millares –según las distintas versiones– de indios, se fue a la conquista de ese reino. Descubrió y cruzó el río Paraguay, atravesó el Chaco y llegó a los contrafuertes andinos, lo que explica –junto con otras emigraciones anteriores desde tiempos de los incas– la presencia chiriguana en Santa Cruz de la Sierra. La cuestión es que, entre los chanaes, García recogió todo el oro y plata que pudo y volvió sobre sus pasos pero al llegar al río Paraguay los payaguaes lo asaltaron y mataron junto a los otros españoles e indios guaraníes que lo acompañaban. Unos pocos sobrevivientes pudieron llegar a la costa del Brasil con muestras de minerales, realimentando las leyendas y la codicia de los exploradores que seguirían arribando a América.
Así pues, un 8 de octubre zarpó la desdichada expedición que descubrió y exploró el río que iba a darnos nombre, a través de Martín del Barco Centenera, primero como región y luego como país. Y si bien la fecha ha sido opacada por otros sucesos históricos, muchos de los protagonistas de esa gesta son recordados en las calles de la ciudad: los hermanos Pinzón, Sebastián Gaboto y Américo Vespucio en el que fue el barrio marinero de Buenos Aires, La Boca; Juan Díaz de Solís, por una calle que corre desde Hipólito Yrigoyen hasta Caseros, entre Virrey Cevallos y Entre Ríos, por los barrios de Monserrat y Constitución, y lo más notable obra seguramente de algún edil trasnochado el Mar Dulce ha merecido una callecita de tres cuadras en Pompeya, desde Amancio Alcorta hasta el Riachuelo, entre Sáenz y Falucho.
Diego Ruiz


La amenaza anónima: método de cobardes
–¿Qué tenés vos contra el Estado judío? –¿Por qué? –Porque te voy a reventar...
–Lo mandé a la mierda y corté. A los dos minutos llama nuevamente, atiende mi señora:
–¡No sea cobarde, identifíquese! –Le voy a pegar dos tiros a él y a vos también. Nosotros sabemos cómo hacer las cosas; tu dirección es Sarmiento 3074.
Este es –sintéticamente– el relato de la cobarde amenaza que recibió, hace un par de semanas, nuestro compañero Miguel Gérmino, luego de que publicara en su edición de septiembre de “Primera Página” sendas notas alusivas al conflicto árabe-israelí. Las notas causantes de tal desatino decían en sus partes esenciales:
Medio Oriente ¡¡¡SOS!!!: difícil es vaticinar el fin de una guerra no declarada en el lugar mas caliente del planeta –Hoy–, Oriente Medio. Más difícil y complejo es aún pensar que aquel conflicto se desató por el secuestro de dos soldados israelíes por parte de Hezbollah, ¡excusa vana!
Pretextos no faltaron en la historia para desatar guerras, desde la de “Troya”, y aún antes, siempre hubo “una razón” para agredir, matar, y destruir, y siempre los pueblos más humildes pagaron las consecuencias.
Bien lo sabe la Colectividad judía durante la Segunda Guerra Mundial y el terrible Holocausto que vivió su pueblo. Pero el hombre, y la superestructura que lo domina, se empecinan y tropiezan dos y tres veces con la misma piedra, ¡y así marcha! [...]

Y en el editorial: como proclama el rock de Ignacio Copani: “No te creo nada, tu risa es más falsa que ropa comprada en Taiwán”. Y no es para menos, el sonado caso del “descubrimiento” de una célula terrorista en Londres, capaz de fabricar bombas a partir de cosméticos, suena raro y difícil de creer.
El asunto lleva a decir a las “malas lenguas” en artículos y editoriales, que estamos ante otra “cortina de humo”, esta vez lanzada para encubrir la miserable agresión planificada en Washington y ejecutada por su mano derecha oriental, el Estado Gendarme Israelí, contra los pueblos musulmanes, árabes y palestinos, muchos de ellos productores de petróleo.
¡Ojo!, que se entienda bien: cuando se habla del “Estado Gendarme Israelí” en ningún momento se hace referencia al grueso de aquel pueblo, que cada día rechaza con mayor fuerza la política belicista y provocadora de sus gobernantes.[...]

Sin perjuicio de la obvia alusión a la intolerancia y a la solidaridad para el colega amenazado, hay más para decir: la impotencia se traduce en cobardía de quienes defienden la prepotencia de las potencias.
A casi catorce años de su aparición “Primera Página” mantiene la honesta línea editorial que le imprimiera Miguel Gérmino desde sus comienzos. Para él, seguramente, mordaza y amenaza no riman... aunque parezca.
Mario Bellocchio


A 50 años de la partida del gran escritor tucumano

Pablo Rojas Paz
El 1º de octubre de 1956 nos dejaba físicamente este tan notable como injustamente olvidado evocador de nuestras raíces [fundador de la Revista “Proa” e integrante del movimiento martinfierrista]. Pero queda una maravillosa obra de más de veinte libros de ensayos, novelas y biografías. De “El patio de la noche”, henchido de poesía y nostalgia, transcribimos este relato.

La soledad del árbol

Durante largos años seguí este combate minucioso del viento que atacaba al algarrobo no por las ramas sino por las raíces. Pasaba yo las vacaciones de escolar en Nueva Esperanza, allí donde el parque chaqueño se entrega mansamente a la llanura desierta que se derrama en las Salinas Grandes. Aquel árbol era el patriarca del llano en lucha constante con el viento causante de todas las desdichas del pago, pues seca los jagüeles, trae la langosta, secando a las plantas y llevándose las semillas. Era el azote del labrador al sembrar arena y ceniza a su paso. Pero el viento, gran bailarín, se burlaba de las imprecaciones del árbol, dando brincos frente a él, describiendo cabriolas en que la tierra desmenuzada tomaba forma de ampolleta. Y cuando se aburría de estas jugarretas se dedicaba a perseguir las hojas secas, como el gato al ratón. Su violencia se conjugaba para el zamarreo incesante del árbol. A veces, cuando se producía una furtiva tregua, el árbol era un guerrero antiguo descansando con todas sus armas y con la lanza clavada al frente de su tienda. Pero, no duraba mucho la calma de parte del viento; lo suficiente para conversar con su aliado el arenal y averiguar la situación de una manga de langosta que reforzaría el ataque. Y se renovaba la tarea de socavarles la tierra a las raíces retorcidas y sedientas. A veces unas nubes blancas como guiones lejanos insinuaban la remota inminencia de la lluvia que con su ejército de flecheros parecía dispuesta a cumplir una promesa antigua. En otras los gigantes de la montaña, para asustar los vientos, percutían en los timbales del trueno. Y las fintas zigzagueantes del relámpago hacían creer en algo inmenso y delicado, desgarrándose en la esencia del cielo. Pero el duro vendaval no cejaba con estos amagos de los aliados del árbol.
Así como el devoto, que nada emprende sin antes haber doblado la rodilla en el templo, de igual modo mi primera obligación ritual al llegar a Nueva Esperanza era visitar el algarrobo. Lo encontrabá cada vez más vencido, siempre combatiendo, siempre crujiente, pero con la bandera de su follaje en alto. “Si algunos hombres fueran como este árbol, de duro para luchar...”, me decía don Sebastián Argañaraz, tío de mi madre, quebrachero que labrara el primer durmiente para el ferrocarril. Y los días iban pasando y más gradualmente eran del aire las raíces del árbol. Todo el mundo se preguntaba: ¿Hasta cuándo durará? Y la pregunta repercutía en el rebuzno del burro salinero, en el grito de la torcaz que se ríe después del agua, en el vuelo de la tijerilla que va cortando la tela del aire, en el inclinarse del maizal reseco, en la verde greguería de los loros, en los gorriones parleros pasando en bandadas hacia los duraznos: ¿Durará? ¿Durará? El árbol seguía rechinando, como una carreta vieja; de noche parecía un molino entregado a su labor insomne. Los vientos iban gastando la tierra, royéndola con el persistente roce, secándola como cuero viejo. El cielo impasible y la tierra cada vez más pálida hacían que la ilusión de lluvia fuera esperanza marchita en el paisano que nada bueno podía hacer si no lo ayudaba una poquita agua.
De todos modos, el buen humor no se perdía. El mentar la lucha del árbol con el viento ya era tema en la narración del zahorí y se aludía a sus andanzas en las figuras de los bailes, en el agudo refranear de los ancianos, en los cuentos de aparecidos en donde el viento era un duende sombrerudo que se divierte desparramando el fuego. En definitiva, la impotencia del viento para vencer al algarrobo se había convertido en motivo artístico no sólo del hombre sino también de los pájaros. Lo comentaba la charata cantando en el estero y lo lloraba la bordona. Estaba en la copla jugosa, en el alacre refranero que brinda carmín a las mozas de veinte y en las chispeantes salidas del gato y la chacarera con relaciones:
Yo soy como el viento, niña, / digo que sí, digo no. / Yo soy como el viento, niña, / doy una vuelta y me voy.
Para que la burla fuera completa, los muchachos de Nueva Esperanza hacían volantines que remontaban en las tardes como tratando de exasperar la paciencia del temible gigante enfermo que en otras épocas hacía crujir los árboles. Y como no hay coloso que resista a las burlas, ya el viento era un animal doméstico igual al gato y al perro.
Era que el viento no caía en la cuenta de nada por ser sordo y ciego. Esto lo descubrió la bruja del lugar que curaba el dolor de muelas con papillas de cenizas, las paperas con cruces y los orzuelos frotándolos con una llave... Hay que hablarle al oído, se dijo ella. Pero, ¿dónde está el oído del viento? Ya nadie me hace caso –pensaba ella– cuando vienen a verme por un dolor y les digo: es un aire. Y se pasaba los días enteros mateando y tramando vengarse de los descreídos. Era necesario que el viento supiera el oprobio que estaba pasando y volviera a bramar como antes cuando a su paso se arrodillaban los árboles y aullaban los perros. Y tanto insistía la bruja en esto que sus ideas de la vigilia pasaban a madurarse en el secreto de los sueños. Y fue en el sueño que oyó una voz que le dijo: Tienes que hacer un hoyo en la tierra y gritar dentro de él: ¡El viento está viejo! Y siguiendo el consejo, la vieja habló a la tierra como si fuera a un sordo. Más había tardado en decir las palabras indicadas cuando ya todo el mundo del bosque achaparrado lo estaba difundiendo. Los frutos negros del pacará, el cocuyo, el kakui, la flor de la tuna, el olor del kimpi, todos gritaban: ¡El viento está viejo! Y la bruja huyó atemorizada, pero sonriente, convencida de haber desatado las fuerzas del mal.
De pronto, como una interjección de los cielos, retumbó el trueno. El viento ya era sabedor de todo. Una centella alfombró de fuego el campo vasto. Lloraban los pájaros y el ganado corría enloquecido. Parecía el fin del mundo; las tinieblas estaban sobre el haz del abismo. Un profundo gemido venía del seno mismo de la tierra. Cuando el viento dormitó en el socaire del horizonte, hubo en la soledad una frescura de pozo. El quetupí dio su alerta y la chuña reafirmó su mensaje de agua tantas veces defraudado. Comenzó a llover. Las primeras gotas rebotaban en el suelo reseco y después eran jabalinas de cristal clavándose en la tierra enternecida, entregada al agua como un sediento tirado al borde de un arroyo. Los truenos alejándose eran carros de acero rodando sobre piedras. Y cuando todo hubo pasado, silbó la torcaz. Y la tarde llegó con una estrella en la frente. Después, de solo estar, sopló una leve brisa y se oyó un ruido seco de rama al quebrarse. Era el algarrobo que se había venido abajo.
Muchos años después visité el lugar. No quedaba ya nada. El viento se había llevado hasta el nombre del lugar; ahora se le decía “Arbol solo”. Ni pastos, ni cercos, ni casas, ni jagüeles; sólo el algarrobo tendido al viento pero no rendido. Una raíz tenaz había conseguido hundirse de nuevo en la tierra y reverdecer.



El monumento a Manuel Dorrego
Los monumentos están vinculados a la memoria, la evocación y el recuerdo. Cuando se dedican a una persona, se piensa en rendirle homenaje y, por sobre todo, en la posteridad. Se intenta que las nuevas generaciones no olviden al homenajeado, porque se lo considera un ejemplo de civismo. Si el arte cumple una función educativa, nada más evidente en este sentido que las esculturas y monumentos emplazados en espacios públicos. Sin embargo, tan bastardeada está nuestra historia, tan apresurado y alocado es el ritmo de vida urbano y tan rudimentaria es la cultura cívica de nuestro pueblo, que muchas veces aquellos no cumplen la función para la cual fueron concebidos.
Nos ocuparemos del monumento al coronel Manuel Dorrego, obra del escultor argentino Rogelio Yrurtia (1879-1950). Al aprobarse en 1885 la erección de los monumentos a Bernardino Rivadavia y a Mariano Moreno, a iniciativa del diputado Federico de la Barra, los legisladores añadieron otro tanto para Manuel Dorrego; pero el proyecto languideció en la Cámara de Senadores. En 1900 y merced a la iniciativa “popular” se formó una comisión, integrada entre otros por Luis Güemes, Roque Sáenz Peña, Adolfo P. Carranza y Alejandro Sorondo, para reinstalar la necesidad de un monumento a Dorrego. En 1905 fue aprobada la ley y después de un concurso se le adjudicó la obra a Rogelio Yrurtia. Toda una serie de vicisitudes (la inflación, la guerra mundial y la falta de materiales) fueron demorando la obra que recién pudo inaugurarse en 1923. La composición tiene por eje un pedestal de granito gris, en su núcleo central se encuentra emplazada una victoria alada, que guía la figura ecuestre de Manuel Dorrego. A los costados las figuras alegóricas de “La Historia” y “La Fatalidad”.
La figura ecuestre de Manuel Dorrego es una de las mejor logradas por el artista. La cabeza es extraordinariamente expresiva. El grupo escultórico está en la pequeña plaza de Viamonte y Suipacha y, cuando Yrurtia lo pergeñó, tuvo muy en cuenta el lugar de su emplazamiento para que se correspondiese el espacio ocupado por el monumento con el cubo de aire que lo rodeaba, como así también las fachadas de los edificios que le sirven de fondo, al destacarse el patinado oscuro de las figuras de bronce, respecto de aquellos. La incivilidad de la que hablábamos al comienzo de nuestra nota, más las especulaciones económicas de la Municipalidad (por entonces el intendente era Carlos Grosso) y los intereses especulativos de determinadas empresas constructoras llevaron a retirar la obra en 1992 para construir una playa de estacionamiento subterránea. Felizmente la iniciativa no prosperó y pocos años más tarde volvió a emplazárselo en su lugar original. Rogelio Yrurtia “siempre sostuvo la tesis de considerar en la ubicación de las obras de arte, su proporción en relación con el cubaje de aire que debía rodearlas y la conveniencia para su valoración que estuvieran cerca de un edifico (importante) como sucede con el Monumento a Dorrego, en la plazoleta de Suipacha y Viamonte” (1).

Finalmente no podemos dejar de señalar que la Comisión que patrocinó este monumento estuvo presidida por Antonio Dellepiane, tercer director del Museo Histórico Nacional y que a éste, en calidad de presidente de la Comisión, le cupo mediar entre Yrurtia y el gobierno en torno a un incremento de las sumas de dinero estipuladas (debido a la inflación y la demora en la ejecución de la obra) y en las leyendas alusivas que se encuentran grabadas en la obra. Dorrego, precursor del federalismo, sigue teniendo su escultura en Buenos Aires; bueno es que lo recordemos porque se refiere a los avatares del federalismo en nuestra historia y de cómo la inserción popular que había logrado, más el nefasto resultado de la guerra con Brasil (1825-1828), le costaron la vida al gobernador de Buenos Aires al ser fusilado por Juan Lavalle en diciembre de 1828.
Miguel Ruffo

(1) “La Nación”, 11 de mayo de 1993.


Africa
En mi casa paterna Africa era una fecha. Puntualmente, en la noche de año nuevo, sonaban en el comedor los tambores rituales del desenfreno. Mis primos saqueaban las alacenas y trasladaban hasta el piano los tarros inmóviles en los estantes, redondos y brillantes como lunas de aluminio. De aquella percusión culinaria de azúcar y de granos de arroz que acompañaba los ritmos que mi padre tamborileaba sobre las teclas, surgían cadencias salvajes que nos obligaban a todos a movernos como posesos y que nos hacían olvidarnos de nosotros mismos. El calor creciente de la noche africana derretía la nieve de las postales navideñas todavía colgadas del pino escenográfico con luces de colores, emblema de la Europa pobre de mis abuelos. Y la dentadura del piano delataba entonces, en su amarillo de marfil, el grito ahogado de polvorientos elefantes, el chasquido del látigo esclavo y los sollozos negros que los blancos silenciaron convirtiéndolos en valses. Nuestro breve trance liberador no hacía sino revelar nuestras míseras esclavitudes privadas.
Allí estaba mi tío político, al que una burocracia amarillenta lo había atado del cuello hasta corroerle el alma y que había dejado el violín para dibujar números encolumnados que representaban riquezas de otro, riquezas que jamás poseería, pero cuyo brillo creía vislumbrar en los destellos negros de la tinta. Tanto lo cegaba el resplandor, que se sentía un amo y ejercía su tiranía doméstica en horarios despóticos, reglas inamovibles, castigos ejemplares y un orden inmaculado con el que creía conjurar todo peligro de vitalidad desordenada. Tenía el pecho cargado de rencores pétreos que solía afilar durante meses con su prolijidad de amanuense. Al cabo de un tiempo, aquellas piedras negras se transformaban en cuchillos sacrificiales de obsidiana, en lanzas africanas que clavaba sobre algún pecho desprevenido hasta ver que a su enemigo se le cegaban los ojos de dolor. Disimulaba así su condición de esclavo, escondía el grillete de su cuello que lo ataba a la infancia desgraciada, a la madre que se mojaba la mano para que le doliera más el golpe, al hermano que se había convertido en el amo de todo y lo obligaba a ser una sombra, apenas, eternamente confinada a los senderos del libro contable.
Mi tía, su mujer, contribuía con sus paños sacabrillos y su cera en pasta a pulir ese mundito europeo que los dos habitan sin sospechar siquiera el Africa esclava que cargaban sobre sus espaldas. Ella tenía los ojos verdes y quizá por eso poseía también la potestad de colorear el mundo hasta no distinguir siquiera la crueldad blancuzca de sus propias palabras.
Mi madre, en cambio, tenía los ojos oscuros y su esclavitud la condenaba a llenar de sombras todo lo que miraba. Las dos mujeres habían sacrificado la adolescencia y la alegría en el altar de una máquina de coser para que el hermano varón estudiara. Y él, con el yugo al cuello de su título de médico, se había convertido en un forastero y, por lo tanto, no participaba de nuestra noche africana. Estaba siempre de viaje por ciudades con cúpulas bulbosas o grandes rascacielos, ciudades que jamás veríamos porque él se había comprado hasta una geografía propia, un continente blanco al que no llegaban los golpes de nuestros tambores de azúcar ni los sones del piano de dentadura cariada.
Mi padre habló siempre en una lengua extraña, quizás algún dialecto bantú que pocos entendían, pero cuya gramática yo comprendí tempranamente. Siempre pensé que era una lengua mágica: las cosas del mundo se volvían deslumbrantes cuando él las nombraba. Es que las palabras de aquella lengua no sólo eran sucesivas, sino simultáneas, formaban acordes, tenían armonías, segundas y terceras voces que les agregaban matices que con agudos y graves podían ir de la comedia a la tragedia sin que importara el sentido literal. Digo, sólo por citar un ejemplo: cuando mi padre decía: “el tarro del azúcar” o “el tarro del arroz” hablaba de dos instrumentos musicales fabulosos, con pezones de metal en la tapa, que nos hacían cambiar de latitud y que nos mostraban lo que jamás habíamos visto de nosotros mismos.
Su bantú mágico es hoy una lengua muerta. Sin embargo, han quedado en mí algunas palabras, aunque no pueda ya recordar por entero su gramática. Ese recuerdo precario, sin embargo, me basta para saber que las alacenas están llenas de continentes inexplorados, que hay un Africa negra que se esconde incluso en el cajón de la ropa blanca, que a todos nos cazaron en las costas y nos pusieron en barcos de nombre extranjero que nos llevaron a tierras extrañas. Ese recuerdo me basta también para saber que nadie es el amo que dice o cree ser. Si nos miramos atentamente el cuello, los tobillos, las muñecas, descubriremos la marca casi imperceptible del grillete, la laceración siempre abierta de la cadena que nos sujetará toda la vida a la infancia.
Mónica López Ocón


De Abuelas, Madres e Hijos
Una expresión común en nuestro lenguaje familiar es “no tenés abuelita” y suele utilizarse como respuesta a las personas que se vanaglorian de sí mismas. Como muchos dichos de la sabiduría popular la ambigua creencia general apela a que las abuelas son una especie de madres libres de responsabilidad pedagógica, de la función disciplinaria que implica la formación de los niños.
Abuelas visualizadas como simpáticas viejecitas canosas que no hacen otra cosa que regalar juguetes y golosinas repartiendo constantemente besos y abrazos.
Pero hay abuelas que exceden en mucho a ese edulcorado concepto.
El 22 de octubre de 1977 doce mujeres fundan Abuelas de Plaza de Mayo. Las Madres suman al reclamo de aparición con vida de sus hijos secuestrados por la junta militar de la dictadura el clamor por los hijos de sus hijos, desaparecidos junto con sus padres o nacidos en cautiverio.
En 29 años Abuelas efectuó denuncias ante autoridades y organismos nacionales e internacionales e investigó por el destino de esos nietos, abrieron causas judiciales y crearon –por Ley Nacional Nº 23.511– el Banco Nacional de datos genéticos, que registra los mapas genéticos de todas las familias con niños desaparecidos.
En abril de 2001 Abuelas crea la Red Nacional por el derecho a la identidad, integrada por organizaciones gubernamentales, ONGs y ciudadanos en general.
En septiembre de este año, Abuelas encontró al nieto número 84, un muchacho que dudaba de su identidad y recurrió a ellas. Su intuición se convirtió en realidad, había nacido en cautiverio y, asesinada su madre, los expropiadores lo entregaron a un matrimonio que, como todos los demás, lo anotaron como propio.
Al cruzar la calle ella vio pasar a los funestos vehículos, los tanques y camiones del ejército y la policía. La visión la inmovilizó algunos segundos, inmediatamente tomó un taxi. Una cuadra antes de llegar a la casa de su hijo un patrullero les cruzó el paso. Bajaron dos hombres, uno con uniforme de policía, el otro sin uniforme alguno. Apuntaron al taxista indicándole con el arma que retrocediera. Ella le dijo “hágales caso, dé la vuelta”, “está bien” dijo el taxista, “disculpe, agente, voy a tomar otro camino”. Al darse vuelta para retroceder vio la palidez de ella, “así son estos días, no se asuste, señora. ¿Adónde la llevo?” “No, mejor me bajo en la esquina, voy caminando”. Al rato se enteró de que habían allanado la casa de su hijo, matado a su nuera y de que su nieta había desaparecido.
El relato es meramente ilustrativo, compendio de los muchos relatos de abuelas despojadas de sus nietos por la dictadura, que añadió a las torturas y los asesinatos el secuestro de bebés, botín de guerra del genocidio llevado a cabo entre 1976 y 1983, puesta en acto del pergeño generado décadas atrás que diera en denominarse Doctrina de la Seguridad Nacional, generadora de “hipótesis de conflicto” para justificar el ataque a toda forma de pensamiento y acción opuestos a los usurpadores de las instituciones del Estado.
En toda Latinoamérica el imperio del siglo XX apadrinó a los gobiernos militares genocidas, así como el imperio romano apelara a los promiscuos gobernantes de Israel, aunque con una salvedad: Pilatos se lavó las manos, Videla y los suyos las enjuagaron con sangre.
En 1995 se crea H.I.J.O.S. Hijas e Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio, hijas e hijos de desaparecidos, presos políticos, exiliados y fusilados por la dictadura. Es la última generación. Pero ellos se continuarán en sus hijos y en los hijos de sus hijos.
Las acciones llevadas a cabo por los gobiernos se leen históricamente. El gobierno actual saldó una deuda pendiente: el juzgamiento a los culpables, a aquellos que no fueron alcanzados en 1985 por el Juicio a las Juntas y a los beneficiados por los indultos menemistas.
En 2003 se declaró la inconstitucionalidad de la Leyes de Punto Final y Obediencia Debida. A principios de septiembre de este año se declaró la inconstitucionalidad de los indultos a Videla y Harguindeguy y se solicitó la anulación del indulto a Martínez de Hoz por el secuestro de los empresarios Federico y Miguel Gutheim. El torturador nazi Julio Simón, conocido como el turco Julián, operaba en los campos de detención ilegal El Atlético, El Banco y el Vesubio. Secuestró a José Poblete y Gertrudis Hlaczik en noviembre de 1978 junto con la hija de ambos, Claudia, de ocho meses, a quien entregó a un matrimonio apropiador.
El fiscal de la causa, Raúl Perotti, lo condenó sólo a 24 años y medio de prisión por “carecer de antecedentes”. Perotti estuvo vinculado con la represión ilegal durante la dictadura del Proceso. Simón fue el primer represor condenado después del juicio a las juntas.
El 28 de julio la Cámara Federal confirma el procesamiento de Videla y los demás jefes militares argentinos responsables por el Plan Cóndor. La medida alcanza, entre muchos otros, a Harguindeguy, Bussi, Luciano B. Menéndez y Díaz Bessone. El Plan Cóndor tenía como objetivo principal la “cooperación” entre las dictaduras instauradas en Latinoamérica para compartir “información” que permitiera perseguir a opositores políticos mediante la privación de la libertad, la tortura y el asesinato.
También este mismo año el juez Torres inicia proceso contra 18 represores de la ESMA, entre ellos Astiz, Acosta y Pernías.
En septiembre Miguel Etchecolatz, ex director general de Investigaciones de la Policía Bonaerense, es juzgado y condenado a prisión perpetua por homicidios, secuestros y torturas. Por primera vez un tribunal, de la ciudad de La Plata, encuadra los crímenes “en el marco del genocidio cometido en la Argentina entre los años 1976 y 1983”, por lo cual los delitos son reconocidos como parte de una plan sistemático de exterminio. Aparte de los homicidios Etchecolatz secuestró a la hija de Diana Teruggi de Mariano, asesinada por él, y la entregó a quienes se la apropiaron. La mano derecha de Camps, quien tuvo a su cargo veinte centros clandestinos de detención en la provincia de Buenos Aires, se autodenominó “soldado de una guerra”, una guerra fabulada ya que la represión ejercida por el Estado no es una guerra, es simplemente terrorismo de Estado.
Hace algunos años escribí “La hibernación del huevo de la serpiente” –aludiendo al film de Bergman–; el artículo refería al nazismo aún subyacente en ciertos sectores de la sociedad alemana. Lamentablemente, el acto en Plaza San Martín del 24 de mayo, apologético de la dictadura y con insultos hacia el jefe de Estado Mayor y amenazas al comandante en jefe, tuvo un punto culminante: la afirmación de que “el Sr. Etchecolatz sólo cumplió con su deber”. Y lo sucedido el Día del Ejército, al mes siguiente, cuando el hijo de Videla y otros militares involucrados en la represión durante la dictadura, dieron la espalda al presidente mientras pronunciaba su discurso, trajeron a mi memoria aquel título.
Hoy asistimos a la desaparición del testigo clave contra Etchecolatz, Jorge Julio López. El temor de los represores siempre se ha manifestado en términos de represión.
Pero, pese a quien pese, los juicios continuarán porque el devenir histórico no conoce de vueltas atrás sino que implica continuo desarrollo.
Hoy conmemoramos la fundación de Abuelas. Abuelas que fueron Madres. Madres que tuvieron Hijos. Su lucha contra la impunidad logra cada vez más victorias.
María Virginia Ameztoy


No hubo mayor utopía que esa
La Red de Cultura de Boedo en el debate por la futura Ley de Educación Nacional


La realidad latinoamericana –desigualdad, injusticia, exclusión, discriminación– y el mapa político ponen de manifiesto la destrucción producida por los gobiernos neoliberales que administraron la región –o aún la administran– en las últimas décadas. En la Argentina, el sistema educativo –en el que supuestamente descansa nuestro futuro– segmentado, altamente diferenciado, desjerarquizado, es una evidencia de la catástrofe.
Después de tres años de gobierno, el Poder Ejecutivo propuso debatir una nueva ley de educación nacional. Inmediatamente aparecieron las desconfianzas. Hubo quienes afirmaron que la ley ya estaba acordada y cajoneada esperando el momento de salir a la luz, que la participación era convocada sólo con fines estadísticos, que se trataba de un cambio de forma sin modificaciones profundas. Si pensamos que los sectores de poder están buscando disimular la continuidad del modelo, tenemos mayores razones para comprometernos y debatir. Se escucharon también voces escépticas. La desilusión parecía haber caído sobre quienes habíamos participado de antiguas utopías.
Mas allá de los desencantos, en la Red de Cultura de Boedo discutimos democráticamente y planteamos algunas reflexiones desde nuestro papel de organización de la sociedad civil que trabaja para promover el desarrollo de la cultura en sentido amplio, con la pretensión de comunicar las inquietudes recogidas por las diversas instituciones a través de su trabajo con la comunidad.
El 16 de septiembre se dio a conocer el anteproyecto de la nueva ley de educación. El documento propone volver a la primaria y la secundaria –en el resto de las jurisdicciones del país ya que en la Ciudad de Buenos Aires no se había modificado– y extender a un total de 13 años la educación obligatoria. La nueva norma comenzará a aplicarse en 2007, reemplazará la Ley Federal de Educación y permitirá avanzar a un solo modelo educativo, con una educación primaria de 6 o 7 años y una secundaria de 5 o 6 años para que todos los chicos, independientemente de la provincia donde estudien, tengan acceso a la misma calidad de educación. Por otra parte, el Estado Nacional garantizará un piso mínimo de financiación del 6 por ciento del PBI a partir del año 2010.
Al conocer el anteproyecto encontramos algunos de los aspectos que habíamos considerado: la educación como derecho que debe ser garantizado por el Estado; el reconocimiento de la fragmentación de contenidos y empobrecimiento de la calidad provocados por la división entre Educación General Básica y Polimodal; la decisión de volver a la tradicional división entre escuela primaria y secundaria, pero aumentando los años de obligatoriedad escolar a toda la secundaria; la intención de jerarquizar la formación y la labor docente; la incorporación del nivel preescolar –o sala de cinco años– a la enseñanza obligatoria; la ampliación de la oferta del nivel inicial (jardines maternales).
Advertimos también que algunas de las cuestiones que nos ocuparon durante la discusión no fueron incluidas; es el caso del papel de las organizaciones sociales en la educación. En otros casos nuestras preocupaciones se vieron reflejadas pero no significaron cambio o mejora para la Ciudad de Buenos Aires, como las veinte horas de clase semanales mínimas. En cuanto a la educación artística, tan cercana a nuestro quehacer, habíamos propuesto que el Estado, como responsable del servicio educativo, preste asistencia a las asociaciones de la comunidad capaces de enseñar mediante una propuesta innovadora o alternativa a las que habitualmente se utilizan en el plano oficial. Pero encontramos que el tema de la enseñanza de las artes alcanzó poco tratamiento. Por último, creemos que el asunto del financiamiento hubiera merecido mayor desarrollo y precisiones.
Sabemos que la mejora del aparato educativo no depende sólo de una ley. Mejorar el sistema implica la preocupación por las políticas concretas y por los modos de gobierno de todos los niveles. Además, la escuela no puede sola. La solución de los problemas sociales, económicos, financieros, exige regulación y políticas activas en todas las áreas.
El desafío es grande, pero la educación argentina tiene antecedentes de grandeza. En el primer Congreso Argentino de Cultura al que asistimos algunos integrantes de la Red de Cultura del barrio de Boedo, el ministro de Educación –en su conferencia sobre cultura y educación– se refería a la epopeya de Sarmiento, personaje polémico de la historia nacional. Decía que en una nación todavía inexistente, enclavada en un extenso desierto, con límites inciertos, casi sin población que alfabetizar, sin maestros que alfabetizaran, ni leyes que regularan la educación, Sarmiento fundó el sistema educativo argentino. No hubo mayor utopía que esa.
Soplan nuevos vientos. América latina no es hoy la misma que la de los 90, nuestro país tampoco. Están surgiendo cuestionamientos a la educación y exigencias de cambios sustanciales. Aún estamos a tiempo de participar. Se espera para octubre la segunda ronda de consultas a la comunidad. En esta oportunidad tendremos ocasión de hacer al anteproyecto de la ley las objeciones y correcciones que consideremos pertinentes. Debemos definir la dirección hacia una educación democrática y democratizadora. Tarea demasiado importante para dejarla en manos de unos pocos.
Claudia Ferrentino

De Colombia a Boedo

Cuando Javier Correa Correa escribió su novela La mujer de los condenados, luego editada por la Editorial Universidad de Antioquia (Colombia, 2004), no podía saber que uno de los ejemplares terminaría en el barrio de Boedo. El escritor Gabriel Montergous siempre lo decía, Nunca sabés la historia de cada uno de los ejemplares. Ocurrió que el autor, nacido en Barranquilla en 1959, escritor y ensayista, obsequió el ejemplar a una alumna, Paola Arcila Perdomo, periodista, que hasta no hace mucho caminó por Buenos Aires y que tuve la suerte de conocer. La charla en una mesa de café jugó su destino y llegué a la novela.
Javier Correa Correa anota en La mujer...:
–Dice que va a complacerme en lo que quiera. Bueno, mi última voluntad es hacer el amor –me dijo. Olía feo, llevaba más de una semana huyendo por entre los matorrales, comiendo raíces y pellizcando la esperanza de eludir el rastrillo. Nueve días exactos, con sus atardeceres y madrugadas. Nosotros nos turnábamos para dormir, pero él tenía que relevarse solo. Imagino que descansaba un ojo mientras vigilaba con el otro, turnaditos. Y aunque yo comandaba la patrulla, me hubiera gustado que escapara, porque era de esos hombres que necesita cualquier país. Pero estaba del otro lado. Y ahora está muerto.
[...] El único afán era conseguir una mujer, pues la suya, a quien le escribió una corta y hermosa carta, vivía a tres pueblos de distancia y la orden era fusilarlo al despuntar el alba.
–¿Acostarme con un muerto? Ni loca, mi amor.
–Es que no está muerto.
–Pero mañana va a estar.
–Apaguen esa música –ordenó el sargento Echandía–. No importa cuánto cobre ni si está acostada con otro cabrón, pero necesito una mujer para que atienda a Vicente Arboleda. Es con permiso de mi teniente Bernal y, para que no lo duden, es en la cama de mi teniente Bernal.
[...] Sonó la bisagra de una puerta en el segundo piso y todos miraron las escaleras para averiguar de quién eran las dos piernas delgadas cubiertas por unas medias de malla color café. La falda ajustada pronunciaba las caderas y un botón de la blusa roja no había sido apuntado, por lo que se adivinaban unos senos generosos.
–Yo voy.
–¿Cuánto vale?
–Nada. Lo hago por lástima.
***
[...] Llevaba quince meses de trabajo en el pueblo, pero nueve años recorriendo cuerpos de hombres en camas alquiladas. Alquilándome. Yo también necesitaba afecto, como Vicente Arboleda, y con sus últimos embates de hombre a punto de morir recibí la savia de la vida y un amor tan grande que todavía me inunda.
[...] Le conté historias de cuando era niña y con las pestañas le peiné la cara para borrarle los pensamientos feos que le dejaría la vida. En vez de contarme algo, comenzó a recorrer mi cuerpo con su boca: primero la nuca, después los senos, luego mi sexo.
Isabel Giraldo es la puta enamorada y el teniente Bernal, el que ahora reflexiona, el que se pregunta, [...] Ahora comienzan a respetarnos otra vez. No porque nos apoyen o crean que tenemos razón o la justicia de nuestro lado. Sino porque han visto que yo los hago respetar. Al fin y al cabo dizque estamos defendiendo al pueblo, no podemos joder al pueblo. Esto no lo voy a escribir en mi diario, pero creo que Vicente Arboleda tenía razón. No es que mi moral de combate esté baja, no. Es que aquí se da uno cuenta de cómo vive esta gente, de la pobreza, de las injusticias, de la forma como la explotan los terratenientes, que son a los que, en últimas, defendemos nosotros. ¡Qué democracia ni qué carajo!
No voy a empezar a cuestionar todo. Las cosas son como son y así tienen que seguir. Lo único que me importa es que yo no sea uno más de los miles de muertos de esta guerrita que ni siquiera van a registrar los libros de historia patria dentro de un siglo. O que van a mencionar, apenas. Porque no importa quién la gane, ellos o nosotros, todo va a seguir igual. Un simple cambio de los que mandan, pero nada más.
Nada había leído de Correa Correa, entonces la casualidad o el destino me acercaron al libro de Javier, a su escritura precisa, calma; la escritura de un escritor que sabe de contar historias, un escritor con pulso y dominio de la herramienta. Me pregunto, ¿podré leer algo más de Correa Correa?, ¿podrá editar en Colombia la novela que acaba de escribir?, ¿cómo será estrecharle la mano a Javier o compartir un tinto (allá café) de pura charla?
Pero de momento sí pude hacerle algunas preguntas a este escritor colombiano:
¿De qué manera te acercaste a la escritura, cómo fue que te diste cuenta de que querías escribir?
Cuando hice la primera comunión, a los siete años de edad, me regalaron El último mohicano, de James Fenimore Cooper. Veía a mis padres y hermanos mayores leyendo bastante, y a los trece años inicié mi propia biblioteca, gracias a un dinero que me pagaba mi padre por ayudarle como dependiente de su almacén. Con respecto a mi escritura, puedo decir que la población colombiana se divide en tres categorías: los poetas, los abogados y los poetas-abogados. Alguna vez quise estudiar derecho, pero me incliné por la comunicación social, que también trabaja con la palabra, y cuando avancé en el manejo de la técnica me lancé a mi primer cuento, aunque desde los once años había escrito un sentido poema cuando murió mi mascota, una perrita de raza pequinés. Así que me defino como poeta, aunque escribo en prosa.
Quisiera saber qué es para vos la escritura, tu postura “filosófica” sobre el oficio de escritor.
La palabra es un reconocimiento de uno mismo y de los demás. No creo que se pueda transformar el mundo con un poema, un cuento o una novela, pero sí contribuye en algo a la forma como las personas nos relacionamos con el mundo y entre nosotros. De hecho, la literatura parte de la realidad, la recrea, la transforma. De modo que, al final, sí cambia el mundo, así sea el que imaginamos, que soñamos, como lo pensaban los griegos. Y en lo que acabo de decir, casualmente hay un salto de tiempos, del antiguo mundo griego al actual y de hoy al futuro. Eso es literatura.
Cómo ves la escritura en relación a este mundo globalizado: ¿creés que todavía interesan las ideas?
La palabra es resistencia y, si no, preguntémosle a ese grande hombre que comparte con ustedes las calles de Buenos Aires. Me refiero, claro, a Ernesto Sábato. O preguntémosle a uno de mis autores preferidos, José Saramago, quien recientemente propuso suprimir de los diccionarios la palabra utopía, para hacernos pensar que nada hay imposible. No puede haber forma sin contenido, aunque esa división sea odiosa. Porque sería simple retórica, politiquería barata. La palabra tiene que ser contenido, además de hermosa.
¿Cuál es tu sistema para trabajar?; por ejemplo, ¿sos de tener horarios fijos como García Márquez o nada más esperás el impulso...?, ¿arrancás con la idea acabada o sos de ir encontrando caminos en el camino...?
Tomo muchas notas de lo que observo en mi entorno. Me gustaría disponer del tiempo suficiente para dedicar unas cuantas horas, disciplinadamente, a escribir. Pero debo combinar mi actividad con la docencia universitaria, que es de la que derivo mis ingresos. De hecho, mi primera novela, La mujer de los condenados, en casi dos años de haber sido publicada me ha producido tan pocos ingresos que el saldo es negativo, pues las regalías no alcanzan a cubrir siquiera lo que he tenido que gastar para regalársela a mis amigos. No es una queja, ni más faltaba, pero sí una anécdota simpática. Nada original, supongo, pues a todos los escritores nos pasa algo similar. Vivir de la literatura es muy difícil, sobre todo cuando no se hacen concesiones comerciales, como en mi caso. Volviendo a los horarios de trabajo, en una época seguí el consejo de Carlos Fuentes, de levantarme en la madrugada a escribir, porque las ideas del subconsciente están frescas y fluyen mejor. Consejo que combiné con el de García Márquez, de no concluir una jornada con una frase terminada, sino que las oraciones deben quedar en una coma y al día siguiente es más fácil concluirla y continuar con otra frase. Hay muchísimos consejos, pero el más importante es que haya disciplina. Leer, escribir, leer, escribir, leer, escribir… Por eso, concluí mi segunda novela, Si las paredes hablaran... (Noticia: hace unos días la novela recibió el Premio de Novela Corta “25 años del Taller de Escritores de la Universidad Central”) que aspiro a publicar en 2007, lo mismo que un volumen de cuentos urbanos, que están a la espera. Como yo.

¿Y si en vez de tantas oportunidades para que el colombiano Fernando Vallejo prometa y se vaya eclipsando solo, solito, le diéramos, como lectores, una chance a Javier Correa Correa? Claro que podríamos; pero se sabe, de nosotros no depende; ¿de qué depende?, en fin, de razones siempre atendidas de mercado, marketing, demanda, sí, de sumas y restas editoriales, de la conveniencia de riesgos casi nulos con un autor que ya está impuesto en contra de otro que hay que dar a conocer. ¿De qué depende?, sí, sí, de claras razones de corte literario, podría responder un editor.
Entrevista de Edgardo Lois



SAN CRISTOBAL, MI BARRIO

Ramas de un tronco que desgajó en brotes
a Boedo, a Pompeya y a Patricios.
Que al Riachuelo se arrimaba en lotes
de amurados confines edilicios.

Sintiendo de la peste los azotes,
en el rumbo del sur sufrió cilicios,
y por el norte recibió otros motes
de algunos bacanajes gentilicios.

Cuna de barrio prodigado en sones:
guitarras mazorqueras, bandoneones,
y el coraje guapeando en sus orillas

con lunas que plateaban los facones.
Pero el rumbo del pan sin pretensiones
fue el que sembró en su historia las semillas.

Otilia Da Veiga



Queremos decirles que... (Editorial)
Con motivo del cierre indiscriminado de pequeños locales por incumplimiento de normas inaplicables a sus dimensiones, las instituciones culturales barriales produjimos una declaración que estamos sometiendo a la consideración y firma vecinal.

Los vecinos, artistas y representantes de agrupaciones barriales que trabajan por la cultura en la Ciudad de Buenos Aires expresamos nuestro enérgico repudio al cierre sistemático de clubes sociales y deportivos barriales, centros de jubilados, teatros independientes, bares culturales, peñas, etc., con el argumento de no cumplir con la reglamentación vigente para la organización de espectáculos.
Equiparar la sala de un club barrial o teatro independiente con un megarrecital en un estadio deportivo imponiéndoles los mismos requisitos y permisos especiales es una decisión errónea que daría como resultado la reducción de las manifestaciones artísticas y populares y la concentración de la expresión cultural en pocas manos. La inexistencia de una normativa específica para la actividad desarrollada en estos espacios restringe y condiciona la expresión artística y la participación ciudadana que en ellos se genera. Este vacío legal no se resuelve con el cierre indiscriminado de los espacios culturales.
Desconocer que los espacios culturales y sociales cumplen con la función de articular la participación de los vecinos con la producción de nuestros artistas locales en un contexto de valores solidarios y de trabajo en conjunto es desconocer que los espacios culturales son constructores de ciudadanía y de participación social, colectiva y democrática.
Solicitamos la suspensión inmediata de las clausuras por coercitivas, antidemocráticas y destinadas a socavar el desarrollo de las expresiones culturales barriales hasta tanto no se revise y modifique la legislación vigente. Solicitamos que no se nos quite la alegría de reunirnos y trabajar junto a los artistas del barrio ejerciendo de esta manera nuestro derecho a la Cultura.
Exigimos el derecho a participar del diseño de las políticas sociales y culturales locales y nos oponemos al criterio de que nuestra seguridad es mayor si nos quedamos solos y en nuestra casa.
Por una cultura para todos y en todas partes.


En democracia reivindicamos nuestro derecho a la Cultura. Es inexplicable que los errores cometidos en el horror de Cromañón proyecten arbitrariedades, para “curarse en salud”, que paga exclusivamente el sector humilde del espectáculo popular. Por simple comodidad o ineptitud de quienes deben normar y controlar se golpea de muerte al escalón inicial de la Cultura Popular. Con la excusa de que se quieren cubrir los riesgos se amordaza a las pequeñas instituciones, silenciándolas. Es el mismo argumento que esgrimían los gobiernos de facto que nos tocó padecer. Sería bueno recordar, en este punto, que a aquel silencio le dijimos NUNCA MAS.
Mario Bellocchio